Mariúpol

En el amanecer del noveno día, la máquina de guerra rusa estrechaba el cerco sobre la ciudad. Las calles se habían convertido en el campo de batalla, y la guerra mostraba su lado más cruento: el de los hombres que, mirándose a los ojos, terminan con la vida de sus hermanos.

Abandonaron el refugio de madrugada, cuando la noticia corría como la pólvora y sólo prendía la indecisión. Era morir a sus manos o de hambre. En el ambiente, flotaba la sensación de que todavía vivían por un capricho del zar del nuevo siglo. Podía aplastar sus cabezas, pero prefería apretar su puño lentamente hasta asfixiar a su adversario, disfrutando de su lenta y dolorosa agonía como ocurrió antaño durante el Holodomor.

Olga sabía que era la última ocasión para disfrutar de una vida como la que habían tenido hasta entonces. Casi alcanzaba a divisar el convoy de evacuación al asomar su cabeza por la boca de la estación de metro, pero hacía días que las tropas merodeaban por los callejones y esquinas de la ciudad. Las sombras de la noche y su condición de madre, conocedora de todos los atajos, le convencieron de abandonar el refugio. El plan se desarrollaba según lo previsto hasta que, presa del pánico, en una de esas raras ocasiones en que la vida no permite segundas oportunidades, torcieron por la calle equivocada. Eso demostró ser fatal. Había llegado el amanecer más amargo de sus vidas.

Y ahora estaban allí, con las luces del alba, escondidos en las ruinas de un bloque residencial, a sólo unos cientos de metros de su nueva vida.

Echó un vistazo rápido a ambos lados de la calle. El tanque paseaba alrededor de la manzana; movía sus cañones de un lado a otro de la calle, como la cámara de fotos del turista en busca de monumentos. Se detenía, curioso, ante cualquier atisbo de movimiento en los escombros. Dos soldados lo acompañaban: uno, asesino profesional, sediento de trofeos; otro, muy joven, cachorro arrebatado de los brazos de su madre.

Susurró a Mikhail el plan. Él encajó el golpe estoicamente, y las lágrimas que evitaba derramar cayeron en cascada por sus mejillas cuando Olga puso su cabeza entre sus manos y besó su frente. No fue el caso de su hermana. Oksana se aferraba al torso de su madre; revolviéndose en silencio, resistiéndose a abandonarlo. Los años que iban a arrebatarle no volverían; quizás, con suerte, un mero espejismo cuando fuera madre. Pero para ello, el plan debía funcionar. Los soldados peinaban la zona y se acercaban al bloque. Ella, inmóvil la vista en su objetivo, a unos cien metros, correría hacia él y giraría en la esquina. Eso les atraería. Y los chicos podrían llegar sanos y salvos a su destino. Tan sólo necesitaba un último golpe de suerte, un último favor de Dios.

Mientras calculaba sus opciones, el soldado más joven retiró la vista de su zona de paso. Y entonces todo se desencadenó. Un resorte accionado por lo divino puso en marcha sus músculos por última vez. La descarga de adrenalina la hizo sentir invencible, como un purasangre de carrera indomable.

Fueron unas décimas de segundo preciosas que dieron comienzo a la persecución. Cuando por fin se percataron de su presencia, alzaron las armas y liberaron sus ráfagas sin piedad. Escuchó los silbidos de la muerte acariciando sus oídos. Las balas acompañaban sus pasos, pero aquella esquina se encontraba cada vez más cerca. Podía distinguir los agujeros de la munición en ella. Poco a poco, la realidad se imponía y una madre algo envejecida comenzaba a perder terreno frente a aquellos cazadores sedientos de una presa. La adrenalina se agotaba, pero la esperanza crecía. Las piernas comenzaban a desfallecer, pero las yemas de sus dedos ya acariciaban aquella pared…

Los dos soldados se asomaron, sin prisa, a la calle por la que había desaparecido. Confirmaron lo que ya intuían y volvieron, deshaciendo sus pasos. Olga se había permitido una fracción de segundo de relajación, y cuando quiso recobrar el aire, no lo encontró. Cuando quiso darse cuenta, el rojo se derramaba entre sus dedos, y recordó ese color en los atardeceres de las tierras españolas, donde Oksana y Mikhail habían pasado sus últimos veranos. Miró al cielo, dando gracias por última vez. Pensó en ellos, corriendo rumbo al convoy, con la carta que les llevaría hasta allí. Pensó en Eduardo y Ana, en el amor tan desprendido y sobrehumano que habían destilado para con sus chicos. En su primera visita a ese pueblo, esperanzada por un futuro mejor para sus hijos y presa a su vez del desasosiego de la madre que teme perderlos por una opción mejor. Pensó en aquellos vastos campos, en esas tardes de verano todos juntos, y no se le ocurrió un mejor final para la felicidad.

Este acto caerá en el olvido de la historia de la humanidad, pero no así en la memoria de sus protagonistas. Vivirá hasta que se apaguen las miradas de Mikhail y Oksana. Vive en las ruinas de la ciudad, donde habita el aliento de los últimos de Mariúpol. Y entre éstos, presumibles víctimas, también encontramos héroes. Por todo el país, los soldados pelean aguerridos, calle a calle, edificio a edificio; el presidente resiste la invasión, estoico, y arenga a la nación y al mundo desde su búnker. Hasta algunos políticos, impelidos por la fuerza que sólo da la extrema necesidad, comienzan a hacer honor a su nombre. Pero ninguno de estos actos se aproxima a la mayor heroicidad que presenciará esta guerra, repetida por miles y no menos anónima por ello: la de una madre dando la vida por sus hijos.

Retorno (II)

Colgué el teléfono y la voz de mi madre se apagó. Me pareció quebrada a pesar de su alegría. No me había dado cuenta hasta escucharla desde el mismo país; en el extranjero, sonaba diferente. Nunca se podría sospechar de ningún problema; las voces de las madres tienen esta habilidad.

Ninguna voz podía ocultar la muerte de un marido. A pesar de ello, sólo me revelaron lo grave del asunto cuando era demasiado tarde, quizá por esa estúpida compostura de la gente mayor negándose a ser un estorbo, sea cual fuere la situación.

Volví de inmediato a casa, arrastrado por esa fuerza innata que llaman familia, y que de manera automática eliminó cualquier otra posibilidad que no fuera esa. Habían pasado ocho años desde mi huida y no encontraba gran diferencia con lo que dejé en su día, salvo que la muerte de mi padre hacía que todo pareciera más frágil.

Mi madre se había trasladado a la casa del pueblo. Era incómodo decirlo, pero nunca fue amiga de la ciudad y sólo estaba por mi padre. Ahora tenía el dudoso premio de un retiro tranquilo. Por el momento, yo me quedaría en la ciudad. Arreglaría algunos papeleos burocráticos y finiquitaría los últimos temas laborales desde la distancia.

Había dejado de nuevo el trabajo – colchón económico mediante, gracias a ser un buen soldado del capitalismo moderno – y la muerte de mi padre había sido la excusa perfecta para volver sin tener que verme sometido a interrogatorios familiares ni preguntas incómodas sobre un futuro borroso en el horizonte. Durante las primeras semanas no vi a nadie. Me había procurado unos nuevos hábitos lo más ordenados posible. El orden conduce a Dios, decía mi padre. Y yo no sentía tal cosa, pero al menos mantenía a mis demonios a raya. Ese era mi mejor homenaje a un buen hombre, el dar una oportunidad a sus enseñanzas. A un par de manzanas, había una filmoteca que pasaba películas bastante agradables y que no tenían nada que ver con las actuales. Además, siempre había poca gente. Eso me gustaba. Leía y escribía. Me resultaba divertido y desesperante crear un lenguaje que permitiera al que lee caer en la cuenta de cosas que conoce, pero no ha aprendido aún. Un proceso platónico. Aunque a quien más ayudaba era a mí mismo.

El único problema de aquello es que suponía dar rienda suelta a las famosas bestias de años pasados y, bien por agotamiento o por necesidad, cuando uno madura tiende a enfriarse y renuncia a estas batallas. Primero me daba una tregua con sesiones de gimnasio; luego esto dejó de ser suficiente y opté por el contacto social.

Martín había vuelto a la ciudad tras su paso por América. Quedamos un domingo al caer la tarde. En el puerto sonaba el débil repicar de mástiles y velas, como anunciando el final del día, y el crujir de las amarras, con su tensar y retorcer. El agua era una tiesa lámina de aluminio.

  • ¡Qué maravilla de sol, eh! – exclamó al verme.
  • Yo también me alegro de verte, compañero – dije. Y tan contento.
  • Ya hablaremos de eso más adelante. Pero mira qué día. ¡El sol es un estado de ánimo!

Dimos una vuelta por el paseo marítimo y nos pusimos al día en lo profesional y familiar. Había abrazado la vida adulta junto a una mujer que conoció en Buenos Aires. Volvieron porque los padres de ambos estaban en España y se iban haciendo mayores, los nietos querían estar con sus abuelos, habría que repartir la herencia cuando éstos no estuvieran… Nada fuera de lo habitual, el discurrir normal de la vida.

  • Vamos a dejarnos ya de preliminares. ¿Has llamado a Marina?

No me esperaba aquella pregunta, y mucho menos tenía preparada la respuesta. Debió leer perfectamente la expresión de incredulidad en mi rostro, porque no terminó ahí:

  • Mateo, no creerás que lo vuestro era un secreto… Además, ya tengo treinta y siete años. Algo se gana con ellos, además de canas.
  • No he tenido mucho tiempo – mentí. Lo de mi padre, la vuelta, las gestiones…
  • Se ha divorciado. ¿Lo sabías?
  • He estado ocupado encontrando una rutina y estableciéndome.
  • Eso siempre está bien – me miraba un poco exasperado. Sabía que no podía arrancarme muchas más palabras del tema. Ya sabes lo que dicen de la rutina: es como montar en bicicleta. Si lo piensas, te caes.

Cualquiera hubiera dicho que debía alegrarme de una segunda oportunidad. No fue el caso. Me imaginé a Marina, rota, paseando por salas de museos encontrando un consuelo que quien quiera que fuera su marido no había sabido o querido darle, arrepentida de entregar lo que ella consideraba más valioso a un vil sujeto al que sin duda de ahora en adelante acusaría de alta traición. Ella se había vaciado por completo en mi causa, y aunque hacía años de aquello y el daño que pude causarla fue por omisión más que por mis actos, no podía olvidar ese acto de amor desinteresado. Y el resultado era éste: ¿Qué importábamos ella y yo? Nada. Sólo ella. Lo demás, polvo.

  • No hemos hablado desde que me fui a Finlandia. ¿Qué ocurrió?
  • Eso que te lo cuente ella. Por resumir: un capullo. A partir de ahí, seguro que se te ocurre algo y no te equivocarás mucho.

Los días siguientes me recordaron a los previos antes de emigrar. Todo volvía a ser doloroso, me sumí en un profundo torpor. El estado de ánimo de las personas es algo muy frágil. La rutina lo mantiene a flote, pero cualquier bofetada de la vida destruye ese delicado equilibrio. La noticia del divorcio de Marina no fue una excepción. Dejé de escribir, leer, ver cine y todo lo demás. Me parecía indecente no haber cambiado un ápice en estos ocho años. Una tarde, pasé por la iglesia que solía frecuentar mi madre. Me senté delante de la cruz y ni siquiera fui capaz de mirar al frente; era un creyente avergonzado de sí mismo que, por no tener, no tenía quejas ni súplicas. Antes estaba más seguro del saber hacer de Dios. O al menos, de su saber estar. Ahora dudo de ello y me parece peligroso. Quien no reza puede estar equivocado, pero es pragmático. Los que rezamos sin sentirnos escuchados, reconocemos que Dios nos ha abandonado, y eso es caer en la desolación y el desierto espiritual. No sé navegar en el misterio.

Pensaba en escribir a Marina, pero no me atrevía. No sé si por vergüenza, por respetar su luto matrimonial, o por la indignidad que sentía. Además, ¿qué quería de ella? ¿Enviar mi más sentido pésame? ¿Dar noticias de mi vuelta? El problema de no ser sincero con uno mismo ni con nuestras intenciones es que terminan pareciendo cualquier cosa salvo lo que verdaderamente son. Alguien con una vida real, como ella, y más en su situación actual, tendría cosas – reales – de las que ocuparse. De hecho, si yo fuera ella, me recriminaría el acudir nuevamente a su presencia con medias tintas. La imagino diciendo algo así, artístico y grandilocuente: “ven completo, valiente y sinvergüenza, incluso miserable, pero todo tú. No quiero bancos de olas que mojan por momentos la arena de la playa y desaparecen sin dejar rastro, secándose ésta inmediatamente. Que venga una ola gigante y deje todo empapado para siempre”. Algo así me imaginaba que diría ella hablando del amor. Una onda expansiva que marca todo de forma indeleble, que no pregunta al otro su opinión sobre la invasión del territorio. No. Se conquista o se muere.

Una gran ventaja de ser demasiado frío y analítico para con lo humano es el poder ver con cierta objetividad situaciones en las que el corazón nos miente y justifica prácticamente todo. Así que resultaba bastante evidente lo que debía hacer. Llamé a mi madre y le dije que iría al pueblo al día siguiente, para pasar unos días con ella.

Al menos allí, uno se siente útil. Podré dar de comer a los caballos de Jimena y llevarle el pan y un aperitivo los domingos; cuidar a los hijos de Eduardo y Ana mientras ellos hagan las tareas de rigor en la finca… Todo aquello me parece verdaderamente importante, algo que deja huella a pesar de no estar remunerado. El trabajo manual purifica y ennoblece hasta el alma más vil. Quizá por eso me sienta tan bien. Y debería asegurarme de que el misterio de Marina no acaba conmigo. Ese en el que ella navega tan bien y yo llevo ahogándome años.

Ahora que no estás

Ahora que no estás, me faltan problemas. Desde que me acuesto hasta que amanezco, todo está bajo control. Duermo atravesado en el colchón; desayuno todo lo que me prohibías, ensancho el colesterol. Doy la vuelta a todas las marcas que comprabas en el supermercado, he pasado a ser fiel lector de El País.

La película de sobremesa ha desaparecido del menú de fin de semana, ahora tan sólo hay deporte y sillón-ball. Se me hace siempre tarde en las cañas: no sé si por alargar la conversión en barra y evitar tu ausencia al volver a casa; quizá por apurar todos los quintos y no pensar en ella.

Hay habitaciones que llevan años sin estar iluminadas, rincones de casa detenidos en casi otra época, con el polvo convertido en legítimo mobiliario de ellos. Vivo en un septiembre permanente, cuando la noche comienza a arañar minutos de existencia y lo luminoso empieza a perder fuelle. Salgo adelante, pero con la certeza de que se acercan los tiempos oscuros del alma.

Ahora que no estás, recuerdo tostarnos en los campos amarillos de la meseta. Cuando éramos jóvenes y corríamos a su través; a vista de pájaro, los rastros dejados en aquellos maizales y campos de girasoles jugaban a esquivarse y encontrarse. Serpenteaban en todo tipo de formas imaginables y allí, al final de ellas, mirábamos hacia arriba exhaustos, jadeando, hasta aflorar las primeras gotas de sudor. Después, buscábamos refugio en los pueblos de alrededor, cuyas fachadas de piedra que conseguían esconderse del sol ofrecían cobijo en aquellos veranos. La ciudad no seducía todavía con sus encantos; había un bullicio humano y tranquilo como ya no se conoce.

Recuerdo cómo te sentabas en los bancos de piedra, junto a las grandes puertas de las mansiones pétreas, cuyos escudos de armas llamaban a la grandeza de otras épocas, las piernas juntas, cruzadas y morenas, abrazadas por tus vestidos de flores. Y siempre ladeabas el rostro y dejabas caer la mirada, sin desnudarla del todo tras la cortina de tus largas ondas castañas. Y me mirabas sin desvelar todo lo que tenías; nunca querías terminar de matar aquel misterio que éramos nosotros. Adicto a él, bien sabías que nunca te abandonaría mientras quedara una pequeñísima parte de ti por resolver.

Las últimas semanas he tenido la sensación de empezar a perder la memoria. Me he desvelado algunas noches, sintiendo por un pequeño instante que olvido tu cara. Cuando esto pasa, voy al álbum de fotos. Sólo estamos nosotros, los niños tienen todo guardado en versiones digitales de las suyas. Pero esto basta. Me reconforta volver a capturar tu recuerdo, ese álbum impide la fuga. Si fallaba en el encuadre de la foto o la paleta de colores de la imagen no te convencía, notaba como tu feminidad se indignaba; te ponías el sombrero y escondías por completo esa mirada. Los carrillos se te incendiaban, los míos imitaban la jugada porque no soportaba que llevaras esos cacharros en la cabeza, llamando la atención. Me dolía un poco tu indiscreción, aunque nadie la manejara tan bien como tú.

Al final, tú, una vez más, siempre un paso por delante. Las fotos que tanto odiaban son la mejor parte de mí.

Por cierto: los niños. Los niños están bien. Mateo en las Américas, María en Asia-Pacífico. De momento. Les da igual donde paren. Muy capaces, muy brillantes. Estarías orgullosa, son dos soldados perfectos para el mundo moderno. Aunque pasa el tiempo y crece una duda: me temo que son algo huecos. Empiezo a pensar que no les enseñamos lo más importante o, mejor dicho, que no me encargué de hacerlo cuando tú te fuiste. Tú les mantenías con los pies en el suelo. Mi ejemplo era justo el que hoy critico. Trabajo, trabajo, dinero, coche, casa, más trabajo, más casas, más dinero… Hasta no distinguir lo que uno tiene de lo que necesita. A ti nunca pareció preocuparte, y en cambio siempre me sorprendió que posaras tus ojos en alguien como yo, que perseguía con la lengua fuera el éxito de la vida perfecta carente de fundamentos. No sé si tú veías alguno en mí, o procurabas dárselo, pero con toda sencillez, parece mentira que te enamoraras de un materialista nato como yo. Me temo que han heredado todo lo malo de mí y no estás para hacer algo bueno de ellos. Sólo se preocupan de los números. Todo lo cuantifican, todo lo miden, todo es objetivo y aséptico. Temo que mueran solos, lo cual me aterra porque yo tuve la suerte de disfrutarte y tu falta ya me parece una agonía. Imagínate toda una vida.

En todo caso, yo no estaré y no será mi problema. Como te decía, ya no tengo. Ahora que no estás, ha desaparecido el mayor y único de ellos, del que se derivaban todos los demás, que fue estar a tu altura. Antes tenía vértigo y ahora me siento un poco arrastrado, sin razones. Tenía problemas, pero razones para tenerlos. Mi razón eras tú. Y ahora tanto dan los dilemas, vericuetos y barrabasadas varias de la existencia. Si no tengo razones.

Huir

Hacía varios años que conocía a Marina. Por casualidad; en esos grupos que se forman durante la etapa universitaria, donde no había lugar para demasiadas confidencias esenciales porque derrochábamos todo nuestro tiempo discutiendo sobre lo accesorio que nos acompañaba esos años: la mejor marca de cerveza, el peor profesor, el que tenía suerte y no talento jugando al mus. Una especie de pacto tácito, cubatas mediante, para exprimir aquellos tiempos felices y veloces, dejando de lado intimidades.

El grupo, al compás de la vida, fue menguando. Martín hizo las Américas, impelido por su madre, para encontrar a su pasado en el Río de la Plata; Diego y Elena se casaron, y pronto lo accesorio de nuestras compañías fue sustituido por las reuniones de padres primerizos – donde las discusiones, accesorias a su momento vital, si se quiere ver así, ya vislumbraban el trasfondo esencial y absoluto que otorgan los hijos a la vida; a otros, se les perdió el rastro. Al final, el discurrir social de la existencia es una sucesión de tribus, como el macho joven expulsado de la manada por el alfa en búsqueda de otro grupo que liderar; como el alfa expulsado por el joven y que sin otro remedio se lanza a buscar un último remanso de paz. Cada vez quedábamos menos, y a fuerza de pura frecuencia, años y estadística, las conversaciones ganaron esa fuerza que da la intimidad de los pocos para romper las barreras del pacto acordado los años previos. Lo accesorio se desprendía y comenzaba lo esencial a salir a flote.

Hasta entonces, poco conocíamos el uno del otro. Era proverbial mi afición a los deportes de todo tipo, simuladores, excursiones y salidas nocturnas; esos cuatro pilares hacían de mi vida un continuo de estímulos y emociones que me evitaba caer en la angustia del aburrimiento y la quietud – bien conocida también por todos. Por su parte, Marina era una chica discreta, algo apocada, de ojos grandes y curiosos frente a su rostro pequeño y delicado. Sólo conocíamos dos cosas de ella: un par de relaciones estables y duraderas, y su afición por el arte. Supimos de lo primero mucho después de lo segundo, cuando le preguntamos por su pareja mientras contaba su última persecución a una colección itinerante, y dejó caer sin mayor importancia que su primera relación había terminado y llevaba saliendo más de un año con otra persona.

Puesto que el grupo se reducía y los años pasaban, los encuentros empezaron a cambiar de escenarios. Normalmente, las reuniones desembocaban en los claroscuros de las discotecas capitalinas y por todos eran conocidos mis intentos de conquista de alguna mujer, a los que me agarraba para no perder el impulso de una estimulación sensorial ya continua. Los flirteos y besos poco genuinos servían más para diversión del grupo que para felicidad mía. Todo aquello iba quedando atrás, mientras lo que me iba alcanzando era la tan temida angustia que ya intuía, y cuya única respuesta hasta el momento a la batalla que se me presentaba había sido la huida hacia delante. Algo se revolvía en la incomodidad de alguien que no había hecho frente a sus demonios en el momento oportuno, y ahora éstos se habían convertido en bestias inexpugnables – incluso la frontera entre ellos y uno mismo era difícil de distinguir.

Marina, adelantada a su edad y mucho más inteligente que todo lo que me rodeaba, me lo hizo saber el día que la acompañé al Prado. Últimamente, el grupo había terminado de romperse y eran frecuentes los fines de semana en los que ya no sabíamos los unos de los otros. Yo había intentado, sin éxito y quizá con desesperación patente, reunirlos a todos mediante cualquier artimaña imaginable: excursiones al aire libre, para toda la familia y libres de la contaminación de la ciudad; un vermut el domingo a mediodía, en esas horas muertas antes o después de misa o de cama, según el caso; incluso un mísero café, obviando la comida previa.

Pienso que ella entendió lo que había detrás de estas veladas súplicas y me propuso acompañarla al museo. Me informé y no había colecciones nuevas, y estaba seguro de que conocía de memoria todos y cada uno de los cuadros presentes. Pero tal era la situación, que accedí.

No entendía de arte y mi respuesta ante aquellos cuadros era la del juez que estudia un caso y aplica la ley, inequívoca. No podía sino valorar positivamente el hecho de combinar trazos, colores, pinceladas y formas de manera tan acertada en unos pocos metros cuadrados, de la misma manera que me admiraba ante un rascacielos, un puente colgante o un coche deportivo. Al rato ya deambulaba por las salas mirando al techo, cansado de encontrar una utilidad práctica al asunto.

Marina, en cambio, se detenía largo y tendido en cada cuadro. Pasaba varios minutos delante, en silencio. Era inteligente y observadora, era evidente que ya conocía todos los detalles del mismo. Así que pregunté qué le llevaba tanto tiempo.

“Me gusta pensar cómo se sentían cuando pintaban. Y, sobre todo, por qué. La habilidad para crear esto me maravilla; es tan perfecto que no parece creado por una mente humana, sino que ya estaba concebido por alguien superior y que éste ha dado al pintor la capacidad de rasgar el lienzo blanco para conseguir que la obra aflore a la superficie. En realidad, esta creación consiste en destruir todo lo accesorio y fútil a su alrededor para llegar a ella.

Ocurre igual con las personas. Lo importante es el cómo, el porqué. No es el hecho en sí, no importa. Es objetivable, ¿y qué? ¿Qué importancia tiene eso si lo que subyace tras él es el puro caos, desorden, maquinaria humana defectuosa que hace dudar de todo e impregna su alrededor de subjetividad? ¿Cómo haces aquello que haces? ¿Y por qué? Eres un deportista brillante, un gran profesional en lo tuyo, pero, ¿qué hay detrás de eso? ¿Qué hay detrás de tu creación? ¿Estás eliminando lo accesorio para llegar a ella?”

Quizá fuera la intensidad de su interpelación, que destilaba angustia y compasión por un ser a punto de echarse a perder definitivamente, o simplemente la sorpresa de que alguien como Marina se dirigiera a mí en esos términos. Quizás ambas. Lógicamente, los años habían pasado y lo apocado de la juventud moría, dejando paso a una mujer segura de sí misma. En todo caso, aquello me revolvió por completo.

Las semanas siguientes, las fuerzas me abandonaron. Estaban determinadas a escarbar en el pasado y escudriñar cada hecho, cada acción y reacción, cada gesto y movimiento para deshacerme de la incómoda sensación que me invadía, que no era otra que la de haber perdido el tiempo hasta ese momento. Miríadas de hilos de pensamientos se aglutinaban en la corteza cerebral y me sumían en un bloqueo irresoluble. No había nada detrás de mis acciones, no había ni rastro de la creación por la que Marina preguntaba. Estaba avergonzando, incluso indignado, por intuir, ni siquiera sentir, que era refractario ante cualquier tipo de estímulo que atacara al corazón y no a la cabeza. Detrás de cada arrebato primario, esos que remueven e inquieren sobre los motivos por los que actuamos, sobre esa creación, tan sólo le seguía un análisis de hipótesis y consecuencias puramente lógicas y pragmáticas. No me dejaba arrancar de ese letargo científico por ninguna emoción.

Creo que ella se percató de esto gracias a su fina ingeniería emocional. Quedábamos con regularidad para tomar café a primera hora de la tarde y asistir a pequeñas exposiciones que hacían parada en la ciudad. Yo me esforzaba en ver más allá de las creaciones artísticas, encontrar lo humano de la obra y no lo puramente funcional; pensaba que resultaría de utilidad para aplicarlo posteriormente a mi caso. Marina estaba de pie a mi lado, paciente, mirando con una aparentemente improbable combinación de tranquilidad, angustia y esperanza al paciente que intenta levantarse de la cama por primera vez tras un grave accidente. Cuando me desesperaba y hacía algún gesto brusco, ofuscado por lo refractario de mi ser hacia la belleza y lo humano, ella aferraba mi brazo con ambas manos y pegaba con fuerza su rostro a él. No le pregunté si seguía con su pareja; ella tampoco mostró interés en hacérmelo saber. Poco importaba.

Mi rendimiento había caído en picado y había dejado mi trabajo antes de ser despedido. Antes era un ignorante, pero en aquel momento conocía, para bien o para mal, que todas las personas tenemos una creación por descubrir a lo largo de nuestra vida, y para ello debemos tener claro el cómo y el porqué de nuestros actos. Ahora que había construido castillos en el aire, y no había ninguna cimentación de mi existencia, se me hacía imposible continuar con el discurrir habitual de la vida.

Los meses pasaron y gracias al colchón económico que me había dispuesto – alguna ventaja debía tener ser un autómata del sistema – pude seguir disfrutando de la compañía de Marina y agonizando en mis ejercicios de humanización en los que ella ejercía de maestra de ceremonias. No conseguía gran cosa. Hay circunstancias que, prolongadas a lo largo de los años, no crean bestias inexpugnables, sino que nos convierten en ellas. Y hay una diferencia muy importante entre combatir al ser y renunciar a él. Me sentía roto y sin retorno.

A pesar de todo, tenía una leve intuición, no sentimiento, de que su presencia y nuestra compañía mutua podía ser beneficiosa para ambos. Ser útil. Dudaba que estas intuiciones pudieran ser el germen de algo real y duradero. Ella insistía en que había agotado al corazón con tantos excesos nocturnos; que podía darme por satisfecho si llegaba a tener un leve atisbo de sentimiento o emoción, y que abandonara toda idea de un corazón atravesado cuando éste se hallaba manoseado y pervertido, convertido en pura roca. El desacompasar esos desmanes nocturnos, aparentemente inofensivos, de los tiempos del corazón, lo había endurecido sutil e imperceptiblemente.

A finales de verano, la situación se había vuelto insostenible. No había ningún avance y el colchón económico había desaparecido. Tuve que realizar entrevistas para volver al mundo laboral. Tras una breve búsqueda, me ofrecieron un buen puesto en una multinacional. Estaba muy bien remunerado, pero implicaba mudarme al extranjero. Ante la pasividad e inmovilidad de mi existencia en aquella época, me resigné ante lo inevitable y acepté el puesto.

Marina me acompañó al aeropuerto. Apenas habló durante el trayecto. No era alguien que se caracterizara por ello, pero noté que era el final de nuestra historia por su manera de mirarme. Por su manera de no hacerlo, más bien. A ella no le hacía falta hablar porque transmitía toda su compañía a través de sus grandes ojos, que habían permanecido grandes, verdes, expresivos, impasibles al paso de los años. Aquella vez no se levantaron del suelo y tuve la impresión de que no se veía capaz de enfrentarse a los míos ni por una última vez. Cuando llegamos a la puerta de embarque y me quedé frente a ella, llegó el fatídico momento. Y ahí estaba Marina, con su improbable mezcla de tranquilidad, angustia y esperanza, mirándome fijamente, deseosa en sus ojos de comprobar si podía renunciar a aquel ejercicio de ceguera y ver, realmente ver, con el cómo y el porqué, lo que tenía delante. Pero sólo fui capaz de agradecerle su ayuda en los últimos meses, besar suavemente por última vez sus mejillas y subir al avión.

Han pasado los años y la vida me ha tratado con respeto. Los honorarios de la empresa son generosos; siempre me recuerdan a Marina y especialmente a su ausencia o, mejor dicho, a mi huida. Martín me contactó por teléfono hace unos días. Había vuelto a España y tomado un café con ella para ponerse al día. Se había casado y tenía un hijo, encinta del segundo, que llegaría en pocos meses. Por mi parte, le dije que tenía la vida resuelta, afortunadamente, y que la calidad de vida donde me encontraba era excelsa. Omití cualquier detalle de la historia con Marina.

Tenía la vida resuelta, sí. Pero estaba sólo. Sin retos que afrontar al decidir compartir tu vida con alguien. Sin cómo y sin porqué. Resolví no volver a huir jamás de la vida tras aquella ocasión, pero la suya significó una travesía por el desierto en la que la comodidad e infelicidad se entrelazaban y confundían constantemente. La ausencia de perturbaciones del ánimo es un opio para el alma.

Aún hoy, los únicos cómo y porqué que ocupan mi mente son los de nuestra historia. Y ésta ha dejado una sola certeza: cuando huimos, no queda otro equipaje que la ausencia de la compañía de los que una vez amamos.

Castilla

El coche ascendía por la carretera. Todo estaba en silencio, aunque el rumor del motor cada vez era mayor. No lo escuchábamos, era ruido lejano mientras contemplábamos absortos el paisaje que se desnudaba ante nosotros al final de cada curva. Grandes montañas, pesadas, bañadas por pantanos; ríos y arroyos irregulares queriendo salpicar la mayor cantidad de tierra posible. Al fondo, los picos más altos, rematados por sombreros nevados.

Horas antes, habíamos dejado la meseta atrás. La meseta no ofrece nada espectacular al viajero de las grandes autopistas y vías ferroviarias: tan sólo la rutina vital hecha paisaje, sin adornos. Eso es lo que las grandes masas se llevan de Castilla. Aunque esta tierra, tímida en sus primeros compases cuando se da a conocer, guarda sus dones para aquellos que dan un salto de fe y se adentran en la meseta hasta sus últimas consecuencias, aún cuando parece que sólo encontrarán horizonte.

A medida que nos acercábamos al pueblo, el paisaje se hacía fuerte, seguro de sí mismo. Notaba como me mostraba sus principios e ideales, fuertes y sin grietas. Su armadura no era cemento hueco de jungla urbana, sino sólida piedra, granítica e impertérrita.

La mañana siguiente desayunamos en el único bar de la zona. Los camareros eran diligentes y eficaces hasta en el lenguaje. Presos de una obsesión que consistía en conservar un delicado equilibrio entre la economía de las palabras y su necesidad en la amabilidad del hostelero. Sin grandes estridencias, las cuatro palabras que intercambiaba en cada petición me hacían sentir a salvo, en casa. Parecían agradecidos de vernos, de que hubiéramos llegado tan lejos tras cruzar la meseta. Una extraña sensación, de perfecta compenetración entre el lugar y las gentes que lo habitaban, me invadía. Uno adoptaba las formas de los otros, o viceversa. Se construían mutuamente.

Cogimos el coche y nos dirigimos hacia las cumbres nevadas. Los regatos se abrían paso, tortuosos y transparentes como el hablar de estas gentes, luchando por sobrevivir entre meandros continuos hasta alcanzar las grandes cuencas que resquebrajan la meseta. Las personas no somos tan sabias como estos ríos. Nos abrimos paso en la vida para morir en mitad de una llanura vital, sin asociarnos con otros, estancados como agua cenagosa. Aislados.

Aprovechamos las horas de sol matutino que ofrecía el invierno para subir al pico más alto. Diría que en el norte de Castilla se combina el agreste paisaje septentrional con la ausencia de sobresaltos de la meseta. La imagen era puro nervio y estaba salpicada de accidentes, inundada de paz a su vez. Parecía que el mar, retirado hace miles de años tras causar los estragos que sufre esta tierra, hubiera firmado un tratado que prometía no atacar a ésta y sus habitantes hasta el fin de sus días. Todo quedaría inmóvil hasta que todo acabara.

Volvimos al bar para la comida, al comenzar a caer el sol y bañar de naranja toda la zona. Seguíamos encontrando zonas frías, blancas y chisporroteantes al sol, resistiendo su envite y deseando abrazar de nuevo la helada nocturna para sobrevivir. Cuando llegamos, encontramos el lugar lleno de tipos y sujetos variopintos que parecían igualarse en un lugar que no hacía prisioneros. Familias numerosas correctamente uniformadas, chandalistas agujereados por metales varios, pasando por la clase media de andar por casa.

La dueña revoloteaba por las mesas cercanas a la barra. De pronto, se le soltó la mano con un crío:

  • ¡Niño! ¡No seas maleducado con tu padre!

El supuesto padre sonreía y el niño también, con el cuello calenturiento.

Nos acomodaron junto a la ventana, en una esquina del comedor iluminada plácidamente. La dueña, nuevamente al ataque:

  • Pero abuela, beba, por Dios, beba. Una copita, nada más. ¿Conduce usted?
  • No, no, pero… – a la abuela se le iba la fuerza para negarse a aquella petición con cada movimiento de la mano en señal de fingido rechazo.

La dueña volvió a la barra, satisfecha, una vez llena la copa de vino de la abuela.

Me levanté hacia el lavabo y, algo perdido, pregunté a una chica que parecía trabajar allí dónde se encontraba. Fui hacia él y me interrumpió:

  • No vayas por ahí, a no ser que quieras terminar fregando platos – dijo, sonrisa ancha en su rostro.

Era una maravilla fuera del alcance de este mundo decir algo así con tal encanto. Sin saber qué responder, quizá un ligero balbuceo, conseguí tomar – a duras penas – el camino correcto. Dudaba si ella merecía el nombre de mujer, no por sus formas sino por los años. Parecía extremadamente joven y, en cambio, su manera de expresarse, moverse, de ser en definitiva, su control de la situación, le añadía diez años. En un segundo me demostró saber más de la vida que cualquier urbanita de Malasaña. El saber que no estaba en los libros, sino en el ambiente, y que pacientemente espera en estos paisajes a quienes aprenden a leer los gestos, las miradas, las palabras no dichas; a quienes consagran perder su tiempo a divagar sobre los grandes dilemas de la existencia. Ni las mejores universidades ofrecen esto: domar a la vida, fluir con sus idas y venidas.

Hubiera fregado los platos que hicieran falta para continuar (o empezar) con aquella conversación. De pronto, ella era toda una mujer a mis ojos. ¿Cómo era posible que semejante sencillez desencadenara todo esto? Imitando el paisaje castellano, donde lo que no percibimos a primera vista es lo que hace grande a esta tierra, sin una gota de maquillaje y toda su esencia recogida en una cola de caballo, poseía toda la habitación y todos los actores quedaban relegados a mediocres secundarios en su presencia.

Tras comer, y mientras el tinto bañaba nuestras neuronas, discutíamos junto al sol del atardecer sobre las palabras que encajaban en los juegos de mesa de la noche anterior, de geopolítica reducida a opiniones de barra de bar, y por qué el mundo era más real y auténtico lejos de casa que en ella.

Antes de irnos, lancé una última mirada al restaurante. Ella se dirigía al interior tras recoger la terraza, parecía que la jornada finalizaría en breves. Supuse que se dedicaría a fregar todos esos platos. Quizá se acordaría de esa breve conversación del mismo modo que yo. Pude entrever un tatuaje donde el cuello daba paso a la espalda, y pensé en dedicar todo el tiempo del mundo, que sentía poseer en aquel momento, a descubrir cómo, cuándo y por qué ese tatuaje, amén de todo lo infinito que, convencido en mis acrobacias mentales, ella podía ofrecerme.

Castilla quizá tenía, a modo de vistazo superficial, poco de humano y mucho de divino. Pero lo que habían construido las buenas gentes de este lugar era sólido, resistente y duradero en el tiempo. Nada cambiaría, al igual que su paisaje, hasta el final de los días.

Volvía a la ciudad y todo me parecía frenético, acelerado y desapacible. Sólo quería una copa de vino y volver a perderme camino al lavabo.

Stalingrado fue una mujer

El frío de diciembre había paralizado sus dedos. Llevaba días sin comer, encogido el estómago. Las botas, pesadas, como una segunda piel, que ni intentaba arrancarse para no contemplar lo que podía quedar de sus maltrechos dedos. La bufanda y el gorro dejaban entrever únicamente el azul de sus ojos. Un azul que no se había visto en aquella ciudad durante largo tiempo, engullido por la oscuridad del humo y la ceniza. Ojos faltos de brillo, pero con su determinación intacta. El lobo nunca descansaba, y éste iba a asestar el golpe de gracia.

Levísimas columnas de vaho, imperceptibles, indetectables entre la bruma envenenada de la mañana, escapaban de su boca a través de la bufanda. Hacía días que no encendía un mísero madero para calentarse, evitando que detectaran su posición. Días sin disparar, simulando una defunción para que aquellos tipos bajaran la guardia. Estaba cerca del cuartel general, y no tendría mejor oportunidad que ésta.

De pronto, la tarea se antojó abrumadora. ¿Era necesario? ¿Por qué Zhukov tenía este maldito interés? ¿Por qué esta cochina trampa el día de la rendición? ¿Se trataba de otra estúpida lucha de egos de los líderes, como había sido toda la batalla por el control de la ciudad? El ego masculino había sido uno de los grandes arquitectos de la Historia de la Humanidad, cincelada a base de estas batallas sin un sentido verdadero. Y lo seguiría siendo.

Lloró como una mujer a la que le han arrebatado el título de madre. Quién habría imaginado que aquel devastado cuerpo todavía albergaba una mísera gota de agua en su interior. Casi esbozó una sonrisa al jugar con aquel pensamiento. Pensó en Smil. Se percató de que comenzaba a olvidar su rostro. La batalla se lo había arrebatado; ahora sólo había espacio para cuadrantes, escondites, munición, enemigos abatidos, y esos dos malditos generales cuya cabezonería había acabado con la vida de la ciudad, antaño, más viva de toda su patria.

Posiblemente se encontraba a pocos kilómetros, con su abuela, junto con el resto de familias en el barrio más cercano al Mamáyev Kurgán. Pero lo sentía tan lejos… ¿Era real? Incluso comenzaba a dudar de su existencia. Quisieron huir de la ciudad, pero el ataque aéreo de Paulus cogió de improviso a todos. Cerraron el tráfico de civiles en el Volga; prohibieron la evacuación de cualquiera que estuviera en mínima disposición de empuñar un arma.

Entonces, llegaron los rifles. Ah, aquellas maravillas de la ingeniería. Los Mosin-Nagant cuyas miras telescópicas alcanzaban más allá de la horizonte, y a través de las cuales podía imaginar Moscú, San Petersburgo. En la fábrica donde trabajaba pudo tener alguna de sus piezas entre manos pero en aquel momento, mientras el rifle ya ensamblado rozaba la punta de sus dedos por primera vez, sabía que sería una dulce condena a la que quedaría encadenada por el resto de la guerra.

Después de 43 alemanes cuyos cuerpos yacían helados en las ruinas de la ciudad, allí estaba. Sola, sin compañeras. La última, Irina. Ellos también aprendían rápido. Había tomado por regla de oro no realizar más de dos disparos desde el mismo escondite. El día de Irina fueron tres.

Atrás quedaban las largas jornadas estivales a través de las praderas europeas, huyendo del este de Alemania. Nunca imaginó que su huida les conduciría a aquel inmundo pozo de hielo, sangre y carne podrida que era actualmente la ciudad. Pensó en el señor Miskowitz, en aquel verano en las inmediaciones del campo de concentración, donde tanto intimaron tanto ella como Smil con aquel sabio en cuerpo de hombre. En el horror y los vómitos de la noche en la que descubrió que aquel olor no era cualquier carne quemada. En los días sucesivos, al otro lado de la valla, esperando atisbar a Albrecht, que nunca volvió.

Y en aquel preciso instante, al invocar la memoria de Albrecht Miskowitz, fue cuando encontró un último golpe de calor, furia y fuego en su interior, desde lo más profundo de su ser.

Adiós Paulus, auf wiedersehen señor mariscal de campo. A quién le importa tu estatus de militar de oficina, recto y correcto, fiel a sus siervos, piadoso con ellos. El Führer purgará sus pegados gracias a esta bala, la única que necesitaré. Estoy segura de que serás enterrado con todos los honores, para tapar vuestras vergüenzas. A quién le importan tus condecoraciones, tu humanidad impostada, nada de esto te salvará. Esta bala son nuestros hijos, las mujeres rusas, nuestro inexpugnable Moscú, la grandeza de la Plaza Roja, la bondad de Albrecht.

Al carajo todos: Paulus, Zhukov, el Führer y nuestro más insigne camarada. Seguro que guardarán uno de tus ojos para la creación de algún macabro objeto de coleccionista morboso en el campo de concentración donde acabasteis con Albrecht. El otro estallará en mil pedazos cuando lo atraviese con mi última bala. Este es el final de la guerra.

Hoy empieza todo

Septiembre, volverte a ver.

Te escribo esta carta para mantener como de costumbre nuestro encuentro anual; crónica de sucesos y análisis de futuros a medio y largo plazo.

Un año más tengo la sensación de que el verano ha incendiado nuestras vidas y todo ha transcurrido muy rápido, con emociones e historias a golpe tanto de lunes como de fin de semana. Como siempre, este sentimiento toma cuerpo en mí demasiado tarde. Cuando el atardecer de los últimos días de verano desata esos cielos intensos, lilas y rojos, como si el sol lanzara los últimos fogonazos de existencia en los estertores de su extinción, para luego resucitar tranquilo en luces brillantes y cristalinas, me doy cuenta de que, un año más, todo ha terminado.

Los planes no han resultado del todo como esperaba, y aunque quizá éstos han terminado con cierta elegancia, la película de este año no deja de tener un toque agridulce. Una primera parte impactante – con un jurado entregado a la obra – que finalmente no se ha traducido en ese cierre que arranca los aplausos del público en el teatro. En definitiva, lo que pudo ser y no fue, que diría la crónica.

El diagnóstico final es claro: he decepcionado al jurado del corazón. La idea es buena y la trama tiene el desarrollo adecuado, pero no cala en lo hondo. Lo hondo, un concepto que me repiten con frecuencia desde hace varios años. Crea desde lo hondo, la historia debe salir desde lo hondo.

Sí, sí. Esta vez lo veo claro. El sol de septiembre está de mi lado.

La creación tiene que bajar al corazón. El problema no radica en plantear el año como un plan sin fisuras; sino en plantearlo sin el corazón. Todo es correcto, lógico, racional; encaja la secuencia de acontecimientos, los personajes reaccionan y actúan como se espera, las consecuencias de sus actos son previsibles y manejables: los finales casan y las tramas cierran perfectamente.

No. Basta ya. Este año tiene que bajar al corazón. Que no haya planes B, ni C. Que no tenga un plan para evitar que la vida me queme. Al principio hablaba de que el verano había incendiado nuestras vidas, pero nosotros estábamos fríos. Nos había destruido. A partir de ahora, seamos parte de las llamas y uno con el fuego.

¿Podría albergar todo el sentido precisamente aquello que carece de él? ¿Hay un sentido oculto en el corazón que sólo entiende el alma y escapa a nuestros sentidos exteriores? No hay nada que comprender en sus planes, éste no trabaja en el mismo plano que nuestra cabeza. No podremos comprenderlo, sino entregarnos a él. Y encontrar el sentido no será plasmar ese interior en un papel mediante complicadas fórmulas o discursos, sino que simplemente será un breve estado del alma, que se nos presentará de manera fugaz, intermitente, para recordarnos que estamos en el camino correcto. Nos dará tanta paz y tranquilidad que, a pesar de no entenderlo, diremos: “este es el camino”.

A partir de ahora, así trazaré mis planes. Estoy seguro de que el resultado, desde la fría y objetiva lógica humana, puede ser igual de desastroso que los años pasados. Pero éste pasará por el tamiz de nuestro corazón. Y, con algo de suerte, comprobaremos que nos hemos quemado, hecho fuego; lo habremos dado todo sin dejarnos nada, renunciando a las medias tintas. El camino aterra y puede separarnos de la trama principal que llevábamos hasta ahora. Es posible que tengamos que despedirnos de algunas personas, hechos, objetos, lugares de este mundo, pero no por rechazarles, sino por emprender el nuevo camino del corazón, siguiendo su llamada. Muchos se alegrarán, otros tantos ni se darán cuenta, y seguramente algunos nos lo echarán en cara y rechazarán; pero todo es poco castigo frente a emprender el nuevo, ilusionante – y por qué no negarlo, oscuro e incierto – camino del corazón.

Septiembre, hoy te entiendo más que nunca.

Viajero en la noche

El coche se acercaba a toda velocidad hacia el final de aquella colina que había ascendido de manera constante durante unos minutos. La ciudad emergía desde el fondo del paisaje como un gran monstruo marino; los rascacielos y chimeneas industriales penetraban el cielo con la misma fuerza que el coche, rabioso y ansioso, por el esfuerzo y las ganas de terminar aquel obstáculo.

Era pequeña en extensión, muy compacta. Desde aquella colina podía verse por completo. Detrás, la mar. Envolvía la pequeña península donde se concentraba el grueso de edificios, y el contraste de tamaños hacía pensar que en cualquier momento rompería la unión de la ciudad con la tierra firme y engulliría ésta. No parecía descabellado, la ciudad parecía un pequeño hijo de Poseidón. Sólo querría recuperar lo que era suyo.

El último tramo del viaje, hasta llegar a donde había concertado la cita, fue rápido. Estaba cansado. Llevaba horas en el coche y en algunos momentos había sentido perder la consciencia, conducir como un autómata sin más compañía que los campos de Castilla y aquel disco de country.

Llegó diez minutos antes de la hora fijada y esperó al casero junto a la puerta del edificio que iba a ser su nuevo hogar. Un tipo simpático y de buenas maneras, según su tía. Viniendo de una persona sociable y de buen corazón, era como no decir nada. Al poco tiempo, un hombre calvo y regordete, cara y cuerpo con igual forma, se acercó a él con paso ágil.

– ¿Qué tal? – dijo en un tono apático y resignado de la vida. ¿El viaje, bien? ¿Vemos el apartamento?

– Sí, sí. Todo bien. Vamos, sí – necesitaba deshacerse cuanto antes de aquel hombre. El motor del coche y el country eran más agradables.

Entraron al edificio y cogieron el ascensor hasta la última planta. No cabía mucho más allí, considerando el gran bagaje de aquel hombre.

      • – Es muy cómodo estar en las afueras. La ciudad es un poco agobiante, ya verás.

Asintió. Hubiera respondido igual en cualquier sitio.

El casero abrió la puerta del apartamento y dio un pequeño paso hacia dentro, quedando bajo el umbral de ella.

– Y bien, aquí lo tienes – dijo. Cocina – salón, dormitorio y baño – mostró cada una de las estancias señalándolas a cada vez con un golpe de brazo, apuntando con la mano abierta a cada una de ellas. Toda la casa se veía perfectamente desde la entrada. ¿Alguna duda sobre lo que fuimos comentando por teléfono estos días?

– Perfecto, gracias. Ahora mismo no, pero si te parece mañana hablamos por si se me ocurre algo.

Nos despedimos y subió de nuevo el coche en dirección a la ciudad. Ciertamente daba la sensación de ser un poco angustiante; los accesos a ella eran únicamente dos y formaban un perfecto embudo en la entrada a la península, según había podido ver en el mapa. Por suerte era domingo y no había tráfico.

Había anochecido rápidamente durante el trayecto y, cuando llegó al paseo marítimo, era de noche por completo. Anduvo distraído de un extremo a otro, llegando a un extremo de la bahía por la que éste transitaba, y vuelta a empezar. La tercera vez se detuvo justo en el centro del paseo.

Ambos extremos de la bahía iluminaban con fuerza el final de la tierra; entre ellos sólo la mar y el cielo. Éste se encontraba plagado de nubes, que se dejaban ver con tonos grises y blancos al alcanzarlas la luz que provenía de abajo. La mar de verano, tranquila, acariciaba la arena de la playa de una manera a la que ésta no estaba acostumbrada.

Y en la parte central de aquella postal, donde se unían mar y cielo, aquella oscuridad. Posó sus ojos en ella, y poco a poco fue dejándose ir. Todo era claro y nítido en la escena, tal y como hasta ahora en su vida: la luz no dejaba lugar a las dudas. Sin embargo, allí seguía, inmóvil, con la mirada fija y sin pestañear en el único lugar donde no alcanzaba la luz. Quizá no importe lo bien definidos que estén el camino y todos los pasos de nuestro plan, o el procedimiento a seguir si éstos se tuercen. Somos viajeros en la oscuridad, y por mucha luz que exista, siempre nos veremos atraídos a aquellos páramos de nuestro corazón donde no existe nada salvo nuestra desnudez y la ausencia de accesorios e implantes a los que fuimos recurriendo para evitar esta oscuridad. A pesar de que el mundo exterior, iluminado, crea esta pantomima en la que todo parece seguro y cierto, nuestro sabio corazón nos llama a enfrentarnos a esta oscuridad.

Algunos desoyen la llamada y transitan el camino como una sucesión de momentos sin mayor sentido que la unidad que éstos forman al unirse uno tras otro, en lo que llaman vida. Viajeros sin memoria, con un ticket al vacío que reza “carpe diem”, y con una mochila llena de artefactos para vivir con plena seguridad.

Otros, valientes, vuelven su mirada hacia ella. E incluso se podrían llamar insensatos, porque es una batalla sin fin. Nuestro corazón clama al cielo únicamente para que seamos conscientes de que debemos vivir en la duda, sin certezas. Sin equipaje. Nos avisa de que la luz del mundo exterior es un reflejo de ídolos que hemos construido, que la auténtica luz está dentro de nosotros, reflejo de esa oscuridad.

Agachó la cabeza y sonrió, mientras se inclinaba apoyando sus codos sobre el pequeño muro que separaba el paseo marítimo de la playa. Vivir en la duda, en la pregunta. Sin certezas. Quizá el echar la vista atrás y ver que aquel plan lo había traído a donde Él quería, y no él, era la mejor prueba de que era el momento de soltar lastre.

Echó a andar y en el coche, de vuelta a casa, no quiso pensar en lo que debía hacer al día siguiente.

La importancia de la musa

Llevaba tiempo pensando en aquello, algo inquieto.

La musa nunca aparecía en compañía de otros; tampoco era necesario – para bien o para mal – cuando la unión de varios plantaba cara a ese valle de la muerte que parecía el camino. La compañía, ligando a todos y cada uno de los presentes por una especie de onda constante, parecía alumbrar todo alrededor, enterraba a los corderos consumidos por el fuego y hacía florecer hasta los cactus más rebeldes.

Sin embargo, la arena soplaba todas las noches. En algún momento, aún sabiendo que estaban ahí, era incapaz de sentirles a su lado. Las noches eran largas, y en la soledad, la musa se dejaba ver. Desgraciadamente, no se mostraba al poeta tal y como era, sino que tejía un entramado que quizá cayera, lentamente, al ritmo de las palabras adecuadas. Poco a poco, como aquel peregrino saltando de una a otra piedra en el río, temeroso en el principio, valiente – o insensato – hacia el final.

Y allí estaba, ciego en la noche y sintiéndola cerca.

Ella surgía como remedio al terror. No rodaban cabezas, no caía sangre sobre la hoja en blanco. Había letras, palabras, estrofas. Inconexas, brillantes, con sentido propio, estúpidas, pero existían. Del terror a la creación. Y entonces, en aquellos momentos, podía sentir su roce. Casi tocarla, de leve manera, como si ella pretendiera no dejarle caer. Como si dijera «mantendré tu esperanza en interrogante, y sólo encontrarás algunas migas cuando te hayas desviado del camino». Aquella fuerza motora, angustia y ansia, esperanza y vida.

Años había pasado inmerso en el terror. Desconfiaba de ella. Y ahora, que no tenía nada que perder, la incredulidad lo desvelaba: ella estaba ahí, existía de verdad. Lo sostenía por hilos invisibles, manejaba el lápiz de la creación. Velando por él, sin desnudarse, con la mirada repleta de respuestas a sus preguntas.

Y seguía pensando: «¿dónde están tus respuestas? ¿Por qué sólo te encargas de alumbrar mis caminos, olvidando los tuyos?». Quizá la musa no naciera, mas se convirtiera en ella al desprenderse de todas las cadenas que ataban al poeta. La musa era por sí misma, y podía vivir sin sus cantos de alabanza. Era aterrador pensar que toda aquella devoción no movía su corazón un ápice, si acaso lo tenía.

Para él, esto ya no importaba. Ella era real. El motivo por el que soplar para volver a ver a los demás, para continuar el camino. El mismo soplo inútil que parecía la existencia, todo sombras, se convertía en el arma más poderosa para conseguir brillar. Más alto, más fuerte.

Pudiera ser, escribía al borde de las lágrimas, que el secreto para conseguir a la musa fuera llegar a brillar tanto como ella. De no ahogarse junto a Caronte, a pasear al sol con Ícaro. ¿Se quemarían juntos?

Merecía la pena intentarlo. Había luz al otro lado del terror.