Tías buenas y hombres echados a perder

Fue Sofía quien me lo regaló. Le bastó una sola palabra porque es tan delicada que nunca olvida nada que haya salido de mis labios. Mi tía buena me había regalado un libro para que me deleitara en otras tantas. “Tía buena” era un título que me parecía intrigante, y la coletilla “investigación filosófica”, una fanfarronada que merecía la pena comprobar. ¿Por qué me resultaba intrigante? No lo sé. Hay libros que parecen innecesarios porque tratan verdades y mecanismos sociales tan aceptados que no necesitan explicación. Sin embargo, hay veces que desentrañan esos automatismos y consiguen que dejemos de ser meros espectadores para tomar conciencia de nuestra inercia. Es ahí cuando, paradójicamente, la obviedad se vuelve interesante.

Las tías buenas son una de esas obviedades. Nadie necesita un libro para descubrirlas. Por eso, tras las primeras páginas, pensé que no tenía en mis manos otra cosa que los delirios de un viejo verde: apenas había filosofía y sí mucho encuentro carnívoro furtivo. Pero si uno continúa leyendo, cae en la cuenta de que el autor – Alberto Olmos – construye con toda lógica este – sí, lo prometo – ensayo. Para bucear en los orígenes filológicos del sintagma tía buena y relatar cómo hemos llegado a esta dictadura inmisericorde de la belleza, convertida en el gran negocio de la sociedad capitalista, ¿qué mejor que preguntar a las propias mujeres cómo es eso de ser una tía buena?

Lo de la dictadura no es ninguna metáfora. Desde que existen la fotografía y el cine, internet y las redes sociales, la belleza arrasa con todo. Antes, ser guapo ayudaba. Ahora salva vidas. Todo rebosa de hembras perfectas e idénticas de tabiques nasales afilados, pómulos salientes de roca pulida, labios de cama Restform y miradas de súcubo. Ellas, antes víctimas de la explotación de su cuerpo, han pasado a empoderarse a base de auto explotar y sobreexplotar su físico. Las primeras sex symbol cobraban cuatro perras por enseñar la rodilla y el sujetador. Hoy, cualquier mujer se hace de oro en las redes enseñando las tetas. La explotación es empoderamiento y viceversa: esto podría llamarse la paradoja Irene Montero, que dice a las mujeres que son libres y al mismo tiempo lo que tienen que hacer para serlo.

Claro que en toda batalla hay vencedores y vencidos. Para ellas, la belleza es promesa de éxito: han pasado de víctimas a verdugos. ¿Y quiénes son las nuevas víctimas? Los hombres sin voluntad, abrumados por esas miradas de súcubo y el bombardeo erótico-sexual. Dice el ensayo que hasta un niño de 12 años ha visto más mujeres desnudas que el rey más poderoso de la antigüedad. No le falta razón. Hay estímulos por todas partes: la avalancha de pornografía, el erotismo en las redes y la publicidad, una moda callejera que deja cada vez más carne al descubierto… Esto no exculpa la debilidad masculina ante la tía buena. Los hombres morimos y matamos por la belleza: creemos que una cara bonita, un culo de gimnasio respingón y unas tetas de plástico albergan todas las respuestas. Un espejismo que devora el alma. No nos vendrían nada mal un par de collejas, pero es justo decir que lo arriba descrito es una losa con la que no contaban generaciones pasadas.

Al final, la víctima común a ambas partes es el amor. La belleza está acabando con el amor. Hace no tanto, Carmen y Marisa eran las guapas del pueblo y, si uno no movía ficha, siempre cabía la esperanza de intentarlo en las fiestas del año siguiente. Ni unos ni otros se dispersaban en la multitud de Twitter e Instagram. En el pueblo había un cinco para cinco y para de contar. Ahora, Carmen y Marisa compiten con Kimberly y Camille por likes y fueguitos de Nueva Zelanda, Camboya, Chipre y Argentina. Lo del cortejo y flirteo ha pasado de ritual a hamburguesa Big Mac. Ellas se olvidan de buscar el amor y caen en la dopamina del like. Esto provoca una “inflación sexual” por la cual su autoestima se hincha por encima de lo razonable atendiendo únicamente a su cuerpo. Su personalidad muta de chica de pueblo a ángel de Victoria’s Secret. Ellos, intimidados ante el ego femenino, se ahogan en el universo de likes e interacciones en redes sin comprometerse con ninguna. Y muchos, si lo hacen, siguen mirando de reojo a todas esas opciones aún disponibles, llegando a creer que otra mujer sería mejor que la suya y sin pensar que, probablemente, Dios no puso en su camino a la mujer que él quería – o creía que quería –, pero sí a la que necesitaba. Unos por otros, el poder de la belleza destruye el amor.

Decía Stendhal que “la belleza no es nunca otra cosa que una promesa de felicidad». Hoy es promesa de perdición.

Esperanza en la barra del bar

El mundo de hoy tiene tintes de novela distópica. La muestra es España, aunque no estamos tan mal; nuestra tendencia a exagerar los defectos propios nos hace olvidar que el resto camina por la misma senda.

Hace años que los medios de comunicación y los políticos han convertido cualquier charla distendida de sofá en asuntos de Estado de los que depende el futuro del país. Esta semana fueron ejemplo de esto algunas anécdotas del día a día, tan manoseadas que no merece la pena derrochar más líneas sobre ellas. El resumen es que hoy día, todo lo inútil y relativo a la esfera de lo privado se convierte en público, auditable y de vital importancia.

En España, tan novelescos y dados a la gresca, nos movemos como pez en el agua – barro, más bien – en estas situaciones y nos arrojamos a estos “debates” como si de un fuego purificador se tratase. Una catarsis colectiva de 45 millones de personas desde la barra de un solo bar. Quizás he mentido al comienzo de estas líneas y estemos un poco peor que el resto porque, a diferencia de nuestros vecinos del norte, nos pesa ese morbo tan latino por la polémica, el sarao y el jolgorio.

Como hemos dicho tantas otras veces, lo importante en esta vida no son únicamente los hechos, sino las motivaciones que se esconden tras ellos y, en esta ocasión, vemos al nuevo régimen de pensamiento único sacando a relucir toda la artillería pesada.

Cuando lo privado se vuelve público, es susceptible de ser juzgado y constituir una ofensa. Si ésta se produce, hay vía libre para la crítica, y ésta siembra el sentimiento de rechazo en la sociedad. Para colmo, el ser humano (y más el mediterráneo) tiene esa maldita tendencia natural hacia las emociones y las pasiones – este barro del que hablamos – antes que hacia la reflexión y la crítica. Conclusión: todo lo privado, que no existía a los ojos de la sociedad, salta a la palestra y se convierte en un problema que debe ser analizado y resuelto. Y dado que lo privado suele ser subjetivo, sentimental y relativo, nos encontramos con infinitos problemas sin solución, que se anteponen a los pocos verdaderamente importantes que sí la tienen.

El pensamiento imperante actual es la dispersión o ausencia de éste y la irrelevancia de los hechos. Primero, porque al no existir una reflexión y crítica que nos conduzca a conclusiones lógicas, es válida tanto una cosa como su contraria; segundo, porque estos hechos no tienen cabida el tiempo suficiente para convertirse en noticia, ya que son atropellados por el siguiente problema ficticio de la lista (cualquier hecho aislado del día a día de la esfera privada: imagínense todas las combinaciones posibles).

Me pregunto cuál fue el germen de esta corriente y por qué persiste como un monstruo devorador de cualquier otra. Hace décadas, fue quizás el mero hecho de llenar las horas muertas ante la falta de problemas reales. Algo muy humano y aparentemente inofensivo. Ahora, es la falta de soluciones a los mismos lo que nos conduce al cataclismo.

Si bien los líderes actuales no pueden – o no quieren – encontrar soluciones a los problemas reales, exhiben infinitas para los ficticios. Suelen ser sermones interminables y vacíos desde el púlpito de la nueva iglesia de este siglo. En esta ocasión, se ha propuesto suspender una capea, realizar un llamamiento a la ejemplaridad de la sociedad española, recordar la gravísima situación de machismo que atraviesa el país y recomendar cursos de educación sexual; una interminable lista en lo que parecía una pelea por ver quién conseguía la tan ansiada corona de faro moral del Nuevo Occidente.

Pero mucho me temo, y más si uno revisa la historia de la humanidad, que quienes proponen este juego, con el ánimo de perder tiempo como si de una prórroga de final de Mundial se tratase, o quienes participan de él, han perdido. Los primeros pueden ser brillantes estrategas manipulando marionetas a su antojo o completos inútiles agarrándose a ese cómodo sillón para disfrutar los últimos momentos de bonanza ante lo que viene; los segundos, absolutamente imbéciles por dejarse manipular o haber perdido toda esperanza en el mundo del mañana. No importa. Saben los primeros, mientras dan pábulo a historietas de tebeo, que deben estirar el chicle para evitar que el pueblo se les eche a las barbas. Saben, quienes se erigen como faro de moralidad desde el congreso o el plató de televisión, que poco más les queda por hacer salvo envolver a la sociedad en ese velo que tan bien manejan, con la esperanza de posponer el momento en el que éste caiga. Saben, quienes se entregan a participar en este juego, que éste no resolverá sus verdaderos problemas. Todas estas discusiones sobre el humo son la frustración por no albergar ya ninguna esperanza. Es el desahogo del mediocre, del que se conforma con gritar más que el compañero de la barra.

Es fácil pensar que nuestros líderes se encuentran en el primer grupo y los ciudadanos en el segundo, de ahí el statu quo. Pero también quiero pensar que, entre nosotros, se esconde un tercero: ciudadanos lúcidos, bien pertrechados de educación, cultura y valores – los únicos remedios para evitar esto –, pacientes, cansados. Ciudadanos que, en silencio, se niegan a ser partícipes de toda esta farsa. Ciudadanos a los que estos problemas no les merecen ni un mísero comentario, porque saben que entrar en ese juego supondría reconocer la derrota antes de comenzar la verdadera partida.

Por ello, si yo fuera cualquiera de estos líderes de pacotilla, erigidos en paladines de la moralidad, estaría preocupado. Estos políticos y medios de comunicación, en un nuevo acto del sainete, vuelven a apretar la soga sobre el cuello del español. Mientras tanto, y a pesar de haber tantos compatriotas rendidos a la causa del humo y la nada, otros tantos se niegan a ser partícipes de este juego.

Entre las cuatro paredes que habitan cada uno de ellos, se acelera el corazón y termina la paciencia a ritmo de cada desprecio de sus señorías. La masa silenciosa se convierte, a golpe de discurso moralista sobre la nada, en pólvora. Por eso sería mejor, señorías, que se apartaran. Su tiempo ha terminado. Y cuanto más detenten el poder, menos miramientos tendrán con ustedes todos esos corazones que laten ya a toda velocidad. Quizás crean que nada de esto les puede ocurrir a ustedes, que han educado sabiamente en valores huecos pero cívicos al populacho que en el fondo tan poco respeto les merece, pero tengan en cuenta esto último: siempre, absolutamente siempre, entre millones de personas, hay alguien dispuesto a tirar por tierra toda ética y moral personal por el bien común. Y cuando alguien piensa así, no hay mal lo suficientemente grande para impedir que una utopía se convierta en realidad.

Bendito momento en el que lo anecdótico sea un problema. Querrá decir que España se ha salvado. Mientras tanto, seguimos siendo una barra de bar en lugar de una nación. Pero no olviden que ésta, además de conversaciones intrascendentes, alberga esperanza.

Cuestión de Respeto

Ayer, 8 de septiembre de 2022, uno se levantaba para comenzar otro día de tantos que no son realmente vividos porque la inercia borra nuestra consciencia hasta que la vida nos vive a nosotros. Ayer, sin embargo, España, que ha dejado de ser noticia al no tener remedio alguno, volvió a sacarme de ese estado de sopor en el que uno ya prefiere olvidar su origen en lugar de enorgullecerse de él – o incluso, sin mayor pretensión, aceptarlo.

Tiene este nuestro país una innata habilidad para dar siempre una última vuelta de tuerca a uno de tantos tornillos mellados y desgastados que sostienen el tablón de afrentas autoinfligidas y surrealismo que lleva por bandera desde hace tiempo.

Ayer, como decía, el devenir de la rutina se interrumpió cuando anunciaron la muerte de Isabel II. Uno podría esperar que en nuestro país esta despedida se asemejara a tantas escenas de películas de guerras y épica donde los contendientes, tras haberse batido en combate de todas las formas imaginables, permanecen en pie, renunciando a caer, mirándose fieramente a los ojos y soportando en sus corazones una mezcla de odio, respeto, asco y reconocimiento.

Reino Unido y España serían los actores perfectos de esa película, y ésta no sería menos que cualquier superproducción actual. Son, afortunadamente, tiempos mejores los que vivimos y aquellas guerras han quedado atrás. Sin embargo, no terminamos de olvidar. Incluso en nuestros días, donde las noticias se olvidan antes de que el suceso que relatan termine, unos rescoldos se avivan o apagan en nuestras conciencias según el viento que levanta cada día. Una especie de dolor crónico, de molestia bajo el colchón que aprieta o afloja según nuestra postura. Quizá sea esa roca en el sur de los confines peninsulares. Es sólo una roca, no tiene mayor importancia. Pero, si no la tiene, ¿por qué siguen allí? La roca es el ego de los guerreros y ahí reside todo su valor. Es cuestión de respeto. ¿Se acuerdan cuando Valdano decía “a Raúl le dije que cobraría un euro más que los galácticos y eso fue todo lo que necesitó”?

Reino Unido podría ser a España uno de esos villanos que tan bien dibuja Pérez-Reverte en sus novelas: pérfidos, maquiavélicos, interesados, despiadados; pero siempre con un código de honor que logra infundir respeto en el rival y consigue que reconozcamos su valía, lo que precisamente ennoblece el combate y engrandece a ambos contendientes.

La muerte de la reina Isabel II representa, según dicen, el final de lo antiguo. Era ella el último vestigio del Imperio Británico. La única monarca superviviente del ayer. Si ese fuera el caso, y quien hubiera caído fuera la cabeza de tan elevada institución, bien podríamos haber tomado en España el papel del combatiente que, tras toda una vida guerreando, se presenta en la escena para ofrecer sus respetos al rival caído, contemplar en solidario silencio su marcha a otros mundos y abandonar el lugar, cerrando al salir para continuar con sus menesteres sin mayor consideración, porque existe una línea muy clara entre el respeto y la admiración.

Pero no. Ahí estaba España para no perder la oportunidad de – nunca mejor dicho – ser el muerto en el entierro.

Unas horas después del fallecimiento de la reina, la otra Isabel anunciaba tres días de luto en la Comunidad de Madrid por su tocaya – parece que todavía le queda cachondeo en el cuerpo tras el acto de Tabarnia. Las columnas de opinión se llenaban de loas hacia lo que parecía ser – y nosotros sin saberlo – una especie de diosa en la tierra y las portadas de los periódicos se llenaban de fotos, especiales y reportajes a golpe del lema – momento de vergüenza ajena extrema – “God save the Queen”.

Hoy amanecemos en directo en Buckingham Palace con la misma cantinela y paradójicamente, de esto sólo nos va a salvar el signo de estos tiempos: la noticia ya ha sido enterrada con ella y en unos días no recordaremos nada de esto.

En esta vida, lo peor no son las acciones, sino lo que se esconde tras ellas. No tiene nada de malo dar el pésame a Reino Unido por su pérdida. Ni reconocer la importancia del personaje. Ni admitir que ha sido una monarca – aparentemente, no hay que ser ingenuos – ejemplar.

El problema de toda esta anécdota, porque la muerte de Isabel II no es sino eso, es el trasfondo español cuando uno ve toda esta profusión de cariño, admiración y respeto sin igual hacia el difunto. El problema es la falta de respeto. Aún peor: la falta de respeto con nosotros mismos.

Primero, el respeto que debemos tenernos como individuos. Querer ser el que más llora en el entierro, incluso más que el propio afectado, es sumamente patético. Llámenlo mala educación, no saber estar, convención social o soberbia. Pueden ser las cuatro. Pero denota debilidades del carácter que complican bastante respetar al responsable de ellas. Hablando de debilidades, les diré otra: empatizar con alguien que está a miles de kilómetros y no conoces mientras seguimos despreciando al vecino de enfrente no es empatizar. Responde simplemente a uno de los mecanismos más básicos del hombre: el del ser social. Como antes fue la religión y ahora son las nuevas tribus sociales, unirse a la corriente del pésame en esta ocasión no es más que el deseo del hombre de no ser un marginado entre la multitud. Y también es lo más cómodo: empatizar con el niño del Congo o con el inglés apesadumbrado no nos interpela. No hay que tomar acción. Prueben a empatizar verdaderamente con el mendigo de la esquina o el dueño del comercio del barrio que cierra, a ver cómo se les queda el cuerpo y si son capaces de dejar el trasero pegado al sofá.

Segundo, el respeto que nos debemos los unos a los otros como comunidad, como España. No es cuestión de la roca, del valor histórico de la persona, o de lo que se quiera que represente el otro. Es simplemente respetarnos como país. Y es que últimamente, España demuestra que ha dejado de hacerlo. Somos cutres hasta la extenuación cuando no cejamos en nuestro empeño de admirar al resto por ser lo que son mientras nos fustigamos a cualquier mínimo síntoma de idiosincrasia nacional. Somos patéticos cuando romantizamos la historia, costumbres y cultura de otros países mientras agachamos la cabeza o bajamos la voz en lo que respecta a las nuestras. No se trata de despreciar o minusvalorar al otro. Se trata de abrazar lo que somos, sin otra pretensión, de la misma manera que hacen ellos. Reino Unido y España pueden estar, desde sus respectivos puntos de vista, más orgullosos que ningún otro país del mundo de lo que han conseguido a lo largo de la historia. Pueden mirarse con respeto y estrechar sus manos, siempre pensando en cómo urdir el siguiente golpe para acabar con el rival, por supuesto. Ellos con sus códigos, nosotros con los nuestros – mejores; no voy a participar de la equidistancia moral –, pero siempre satisfechos. En cambio, mientras los primeros apuntalan con orgullo y tesón todo lo que los llevó a convertirse en lo que son, nosotros continuamos vilipendiando estas bellas tierras que han sido epicentro de la civilización durante tantos años.

Aún recuerdo otros insignes episodios de esta telenovela nacional, con Obama como ídolo de masas al asistir a los late night show en Estados Unidos y nuestros políticos siendo objeto de todas las burlas y tildados de chabacanos por asistir a El Hormiguero, por ejemplo. No podemos ser una nación medianamente seria y respetada si caemos en la infundada estupidez de alabar la identidad del otro y ser tan mezquinos con la nuestra. Al final, se trate del individuo o la comunidad, ¿saben lo que ocurre si uno no se respeta? Se puede ir olvidando de que los demás lo hagan.

No sé si han visto el vídeo de un argentino en el que hace gala de la habilidad que tienen para inventar insultos sobre la marcha a una velocidad de vértigo, celebrando la muerte de la reina. Todos somos adultos, se nos presuponen dos dedos de frente, y estamos de acuerdo en lo absurdo de celebrar la muerte de un ser humano. Pero si nos quitamos las caretas y dejamos de llevarnos por la corriente, encontraremos que la muerte de la reina no nos importa lo más mínimo y nos deja indiferentes, de la misma manera que la muerte diaria de miles de personas con las que no tenemos trato alguno.

Y dicho todo lo anterior, les confesaré que en este caso estoy más cerca del argentino que de la otra Isabel. Seguro que entienden a lo que me refiero. Termino con un pensamiento: las portadas de la prensa británica cuando muera el rey español. Para mí, la portada de hoy debería ser otra: España en nuestros días, campeona olímpica del tremendismo y la servidumbre.

Alguien tiene que hacerlo

Pasar un mes de agosto en Madrid puede suponer un tedio tan sólo soportable para quien haya adquirido algo de práctica a lo largo de los años, o lo que es lo mismo: para los que no tienen más remedio. En el caso del que escribe estas líneas, más bien al contrario: uno vuelve al mejor lugar – el que le vio nacer – en el peor momento, tras unos años de exilio norteño donde los veranos tratan con suavidad al veraneante y quizá con algo de ingratitud al local, que bastantes penurias meteorológicas ha acumulado durante el resto del curso.

Desprovista del velo de romanticismo twittero, la realidad del Madrid canicular no es del todo terrible. Sí, el calor es infame y se puede medir en viajes nocturnos de colchones hacia las habitaciones o al salón, en busca de ese aire acondicionado que nos sugieren – por el momento – usar con moderación. Y sí, cierran por descanso algunos de nuestros locales favoritos (para cuatro días al año que no hace falta reservar con una semana de antelación…). Pero uno se puede sentar a gusto en el suburbano y los autobuses, los atascos desaparecen – los pocos que quedan se deben a algún chalado u obras, una de las torturas favoritas de los alcaldes este mes – y, si no existiera Madrid Gymkhana Central 360, podríamos aparcar el coche en plena Plaza Mayor (qué tiempos aquellos de tan sólo hace unos años, ¿recuerdan?).

Pese a todo, este mes se produce en la capital un hecho innegable, y depende de cada uno que sea bueno, malo o indiferente: la nada social. La ciudad se vacía por completo y los que permanecemos nos volvemos irrelevantes. Como si nuestro único propósito fuera mantener el flujo de actividad mínimo que la ciudad necesita para no marchitarse hasta la llegada de septiembre, como una casa de veraneo vacía. Y en estos tiempos que corren, donde nos construimos a través de los demás y no de nosotros mismos, donde hacemos testigo al mundo de cualquier pequeño avance, logro o hecho que en otro tiempo sería mera anécdota, el mes vacío que es agosto puede resultar demoledor para el espíritu. Pareciera que éste se construye durante el curso en el ir y venir de fin de semana, las actividades encadenadas, la excitación del movimiento incesante, las galerías interminables en redes sociales, la comunidad con los nuestros…  Y, en cambio, tan pronto como los demás nos abandonan a nuestra suerte en la ciudad, ese espíritu se desmorona.

Es cierto que el espíritu crece – en parte – en presencia de los demás. Son las gentes y las comunidades las que hacen atractivo cualquier lugar, y si no lo creen así basta con fijarse dónde se respira vida en verano y quiénes habitan estos lugares cuando el período estival se despide. Somos nosotros quienes convertimos los pueblos en lo que son, de la misma manera que hacemos con las ciudades en invierno. La esencia cambia de bando con sus gentes. Ciudad y pueblo son dos caras de la misma moneda, y somos nosotros los que jugamos a cara o cruz según la época del año. Esa esencia de comunidad construye el espíritu y el de los nuestros.

Sin embargo, en la ciudad, en esta cruz de agosto, en estos días de nada social, de espíritu replegado sobre sí mismo, todo lo falsamente construido durante el curso se diluye en una soledad obligada. Y es en ese momento cuando las almas tienden a trascender, cuando se alejan de los hombres que las distraen.

Precisamente estos días del año, que se asemejan a una larga tarde de domingo, son los mejores para forjar esa parte del espíritu tan importante que no depende de la comunidad. Es la más difícil, la invisible a los ojos de los hombres. En ella, pelean constantemente lo divino y lo humano, el primero en su afán por elevarse a los cielos y el segundo intentando que su orgullo no naufrague en ese mar de irrelevancia social.

Son días de cambio de rutina, de frecuentar lugares y gentes que no conocíamos. Quizá nunca estuvieron hasta entonces, aunque lo más probable es que sí y no reparáramos en ellos durante el frenesí capitalino que recomenzará en septiembre. Son días en los que cualquier tarea se antoja inútil y pequeña a la luz de estas largas y calurosas horas de sol. Y quizá sea así, pero quiero creer, como no deja de creer en el amor un soltero cuarentón, que todo lo insignificante a los ojos de los hombres es grande a los ojos de algo o alguien aún más grande que todo lo anterior.

Pienso en esto mientras paso por el aparcamiento de la iglesia que frecuentan mis padres y veo a un hombre grande, enrojecido con el fulgor del sudor que lo impregna, podar los setos que salpican el lugar:

  • Alberto, amigo. Buena hora de podar te has buscado.
  • Sí, hace calor. No pasa nada, en una hora termino.
  • Este mes no está ni el de arriba, ¿para qué te pones ahora?
  • Pues tienes razón. Pero alguien tiene que hacerlo.

La sencillez de lo invisible, de lo desconocido. La sencillez de lo pequeño, humilde y aparentemente inútil. La sencillez de aquello que sólo ve quien puede ver en lo escondido. Eso es lo que prepara el espíritu para las cotas más altas. Por eso, es bueno volver sobre nuestros pasos este mes, examinar el núcleo y preguntarnos: ¿estamos preparados para las cosas grandes que están por venir? No vaya a ser que ande uno afanado en podar todo el jardín y ni siquiera sea capaz de empezar con una planta.

Mariúpol

En el amanecer del noveno día, la máquina de guerra rusa estrechaba el cerco sobre la ciudad. Las calles se habían convertido en el campo de batalla, y la guerra mostraba su lado más cruento: el de los hombres que, mirándose a los ojos, terminan con la vida de sus hermanos.

Abandonaron el refugio de madrugada, cuando la noticia corría como la pólvora y sólo prendía la indecisión. Era morir a sus manos o de hambre. En el ambiente, flotaba la sensación de que todavía vivían por un capricho del zar del nuevo siglo. Podía aplastar sus cabezas, pero prefería apretar su puño lentamente hasta asfixiar a su adversario, disfrutando de su lenta y dolorosa agonía como ocurrió antaño durante el Holodomor.

Olga sabía que era la última ocasión para disfrutar de una vida como la que habían tenido hasta entonces. Casi alcanzaba a divisar el convoy de evacuación al asomar su cabeza por la boca de la estación de metro, pero hacía días que las tropas merodeaban por los callejones y esquinas de la ciudad. Las sombras de la noche y su condición de madre, conocedora de todos los atajos, le convencieron de abandonar el refugio. El plan se desarrollaba según lo previsto hasta que, presa del pánico, en una de esas raras ocasiones en que la vida no permite segundas oportunidades, torcieron por la calle equivocada. Eso demostró ser fatal. Había llegado el amanecer más amargo de sus vidas.

Y ahora estaban allí, con las luces del alba, escondidos en las ruinas de un bloque residencial, a sólo unos cientos de metros de su nueva vida.

Echó un vistazo rápido a ambos lados de la calle. El tanque paseaba alrededor de la manzana; movía sus cañones de un lado a otro de la calle, como la cámara de fotos del turista en busca de monumentos. Se detenía, curioso, ante cualquier atisbo de movimiento en los escombros. Dos soldados lo acompañaban: uno, asesino profesional, sediento de trofeos; otro, muy joven, cachorro arrebatado de los brazos de su madre.

Susurró a Mikhail el plan. Él encajó el golpe estoicamente, y las lágrimas que evitaba derramar cayeron en cascada por sus mejillas cuando Olga puso su cabeza entre sus manos y besó su frente. No fue el caso de su hermana. Oksana se aferraba al torso de su madre; revolviéndose en silencio, resistiéndose a abandonarlo. Los años que iban a arrebatarle no volverían; quizás, con suerte, un mero espejismo cuando fuera madre. Pero para ello, el plan debía funcionar. Los soldados peinaban la zona y se acercaban al bloque. Ella, inmóvil la vista en su objetivo, a unos cien metros, correría hacia él y giraría en la esquina. Eso les atraería. Y los chicos podrían llegar sanos y salvos a su destino. Tan sólo necesitaba un último golpe de suerte, un último favor de Dios.

Mientras calculaba sus opciones, el soldado más joven retiró la vista de su zona de paso. Y entonces todo se desencadenó. Un resorte accionado por lo divino puso en marcha sus músculos por última vez. La descarga de adrenalina la hizo sentir invencible, como un purasangre de carrera indomable.

Fueron unas décimas de segundo preciosas que dieron comienzo a la persecución. Cuando por fin se percataron de su presencia, alzaron las armas y liberaron sus ráfagas sin piedad. Escuchó los silbidos de la muerte acariciando sus oídos. Las balas acompañaban sus pasos, pero aquella esquina se encontraba cada vez más cerca. Podía distinguir los agujeros de la munición en ella. Poco a poco, la realidad se imponía y una madre algo envejecida comenzaba a perder terreno frente a aquellos cazadores sedientos de una presa. La adrenalina se agotaba, pero la esperanza crecía. Las piernas comenzaban a desfallecer, pero las yemas de sus dedos ya acariciaban aquella pared…

Los dos soldados se asomaron, sin prisa, a la calle por la que había desaparecido. Confirmaron lo que ya intuían y volvieron, deshaciendo sus pasos. Olga se había permitido una fracción de segundo de relajación, y cuando quiso recobrar el aire, no lo encontró. Cuando quiso darse cuenta, el rojo se derramaba entre sus dedos, y recordó ese color en los atardeceres de las tierras españolas, donde Oksana y Mikhail habían pasado sus últimos veranos. Miró al cielo, dando gracias por última vez. Pensó en ellos, corriendo rumbo al convoy, con la carta que les llevaría hasta allí. Pensó en Eduardo y Ana, en el amor tan desprendido y sobrehumano que habían destilado para con sus chicos. En su primera visita a ese pueblo, esperanzada por un futuro mejor para sus hijos y presa a su vez del desasosiego de la madre que teme perderlos por una opción mejor. Pensó en aquellos vastos campos, en esas tardes de verano todos juntos, y no se le ocurrió un mejor final para la felicidad.

Este acto caerá en el olvido de la historia de la humanidad, pero no así en la memoria de sus protagonistas. Vivirá hasta que se apaguen las miradas de Mikhail y Oksana. Vive en las ruinas de la ciudad, donde habita el aliento de los últimos de Mariúpol. Y entre éstos, presumibles víctimas, también encontramos héroes. Por todo el país, los soldados pelean aguerridos, calle a calle, edificio a edificio; el presidente resiste la invasión, estoico, y arenga a la nación y al mundo desde su búnker. Hasta algunos políticos, impelidos por la fuerza que sólo da la extrema necesidad, comienzan a hacer honor a su nombre. Pero ninguno de estos actos se aproxima a la mayor heroicidad que presenciará esta guerra, repetida por miles y no menos anónima por ello: la de una madre dando la vida por sus hijos.

Los treinta (o lo que Dios quiera)

Los treinta son la década en que la vida precipita y comienza a cristalizar. El tiempo despega definitivamente, todo parece suceder rápido. El ánimo se templa, y bien por necesidad o por perro viejo, sus picos y valles se suavizan.

Son los años en que se suceden certezas que descubrimos con cierto desencanto y permanecerán con nosotros para siempre. Un mes es un suspiro; menos acción y más filosofía; soy hijo de mis padres; la vida es cara, demasiadas bodas; más verdura y menos grasas; duermo poco; tengo una contractura; por qué pierdo el tiempo contigo; marcho ya que mañana quiero aprovechar el día; he encontrado lo que me apasiona y no es mi trabajo…

Es la época en que condensan la mayoría de alegrías que marcan el inicio y final de los diferentes capítulos de nuestras vidas; los recuerdos que nos acompañarán en los álbumes de fotos – o microchips mentales, quién sabe – que llevaremos a la otra vida. El camino se salpica con alguna que otra desgracia que ya asoma la cabeza, y que en menos tiempo del que nos gustaría tomarán las riendas para inclinar la balanza hacia lo inevitable porque, como ya decían el negro Montes y Daimiel en las madrugadas de NBA, “ya no hay buenas noticias a partir de los cuarenta”.

Si hemos jugado bien nuestras cartas con el tarro de las esencias de los años pasados, la vida comienza a florecer. Es el momento en que lo construido hasta el momento cobra sentido, y los ansiados proyectos empiezan a tomar forma: trabajo, boda, casa, niños; por citar los obvios, y otros tantos no menos trascendentales. Tanto los accesorios, que cambian con la época, como los esenciales, que cambian sus formas, pero en su núcleo son los mismos desde que el mundo es mundo. Cuando la vida se desencadena y todo empieza a sucederse como un efecto dominó irrefrenable, comenzamos a vislumbrar el camino que sólo era niebla hasta entonces, y ésta nos trae la lección más valiosa: el hábito forja el espíritu. Qué aparentemente inofensiva y a la vez importante es esa lucha diaria que llamamos rutina.

Pero los treinta también pueden ser una etapa problemática en algunos casos. Son los años que la vida elige para golpearnos y llevarnos a la lona. Como fruta madura, parece que el púgil ha estado tanteando su suerte en los años anteriores y, llegado el momento, se prepara para el primer intento de knock-out.

Hace unas semanas recuperaba el tiempo con una buena amiga. Decía Borges que la amistad no necesita de frecuentación, pero unas cañas a la luz de la tarde para renovarla y evitar que se enturbie por la indiferencia o el descuido nunca están de más. Hablábamos de nuestros proyectos. Y ella, de pronto, dejando a un lado esa felicidad tan suya que se me antojaba indestructible, dijo unas palabras que retumbaron en el silencio de los dos, y éste se alargó en su eco. Noticias que truncaban uno de sus proyectos vitales; noticias de las que no era responsable en ninguna manera y, por si fuera poco, noticias que no tenían remedio alguno. Ella, que tan bien había jugado sus cartas, no tenía la mano ganadora.

Escuchaba mudo y trastocado a mi amiga sintiendo que, por primera vez, era testigo de un verdadero revés de la vida. Ella, con el duelo ya avanzado, triste y serena, dijo una frase que jamás olvidaré: “todas aquellas veces que decía ‘que sea lo que Dios quiera’, llamando al Dios de la esperanza, eran mentira. Ahora que mis planes han saltado por los aires, me doy cuenta de que nunca he creído realmente en ella. Cuando de verdad necesitaba ese consuelo, no ha servido de nada. Nunca he creído en esa frase”. Entonces comprobé que la esperanza, el germen del ser humano, puede llegar a abandonarnos. Y que no debe haber peor sensación en vida que esa travesía por el desierto.

Nos despedimos, y me costaba encontrar cómo reaccionar a sus noticias. Ella siempre fue un ejemplo para mí y uno de mis mayores apoyos desde que nos conocemos. Ha sido la hermana que nunca tuve, vigilando paciente y desde la distancia a su amigo para que no dilapidara las oportunidades de la juventud. Su testimonio me hizo pensar en la injusticia de la vida y los azares de su Creador, que se rigen por normas ajenas a lo humano. Una vez más, y en la adversidad, me ha enseñado la más valiosa lección, y desdiciéndome, creo que debo compartirla: los treinta son el momento de entender que, en ocasiones, la vida no premia ni castiga; tan sólo sucede. Y si no entendemos esto lo antes posible, desperdiciaremos el resto de nuestra existencia consumiéndonos lentamente.

Por eso, el que suscribe estas líneas no puede hacer otra cosa sino dedicarle esta entrada a esa hermana que la vida le ha regalado. Y decirle que siempre podrá contar conmigo para darnos un homenaje en nuestro Madrid, que siempre tiene a bien recibirnos, adormecer las penas y abandonar la empresa de comprender el porqué de éstas. Por suerte, eso sólo depende de nosotros.

Retorno (II)

Colgué el teléfono y la voz de mi madre se apagó. Me pareció quebrada a pesar de su alegría. No me había dado cuenta hasta escucharla desde el mismo país; en el extranjero, sonaba diferente. Nunca se podría sospechar de ningún problema; las voces de las madres tienen esta habilidad.

Ninguna voz podía ocultar la muerte de un marido. A pesar de ello, sólo me revelaron lo grave del asunto cuando era demasiado tarde, quizá por esa estúpida compostura de la gente mayor negándose a ser un estorbo, sea cual fuere la situación.

Volví de inmediato a casa, arrastrado por esa fuerza innata que llaman familia, y que de manera automática eliminó cualquier otra posibilidad que no fuera esa. Habían pasado ocho años desde mi huida y no encontraba gran diferencia con lo que dejé en su día, salvo que la muerte de mi padre hacía que todo pareciera más frágil.

Mi madre se había trasladado a la casa del pueblo. Era incómodo decirlo, pero nunca fue amiga de la ciudad y sólo estaba por mi padre. Ahora tenía el dudoso premio de un retiro tranquilo. Por el momento, yo me quedaría en la ciudad. Arreglaría algunos papeleos burocráticos y finiquitaría los últimos temas laborales desde la distancia.

Había dejado de nuevo el trabajo – colchón económico mediante, gracias a ser un buen soldado del capitalismo moderno – y la muerte de mi padre había sido la excusa perfecta para volver sin tener que verme sometido a interrogatorios familiares ni preguntas incómodas sobre un futuro borroso en el horizonte. Durante las primeras semanas no vi a nadie. Me había procurado unos nuevos hábitos lo más ordenados posible. El orden conduce a Dios, decía mi padre. Y yo no sentía tal cosa, pero al menos mantenía a mis demonios a raya. Ese era mi mejor homenaje a un buen hombre, el dar una oportunidad a sus enseñanzas. A un par de manzanas, había una filmoteca que pasaba películas bastante agradables y que no tenían nada que ver con las actuales. Además, siempre había poca gente. Eso me gustaba. Leía y escribía. Me resultaba divertido y desesperante crear un lenguaje que permitiera al que lee caer en la cuenta de cosas que conoce, pero no ha aprendido aún. Un proceso platónico. Aunque a quien más ayudaba era a mí mismo.

El único problema de aquello es que suponía dar rienda suelta a las famosas bestias de años pasados y, bien por agotamiento o por necesidad, cuando uno madura tiende a enfriarse y renuncia a estas batallas. Primero me daba una tregua con sesiones de gimnasio; luego esto dejó de ser suficiente y opté por el contacto social.

Martín había vuelto a la ciudad tras su paso por América. Quedamos un domingo al caer la tarde. En el puerto sonaba el débil repicar de mástiles y velas, como anunciando el final del día, y el crujir de las amarras, con su tensar y retorcer. El agua era una tiesa lámina de aluminio.

  • ¡Qué maravilla de sol, eh! – exclamó al verme.
  • Yo también me alegro de verte, compañero – dije. Y tan contento.
  • Ya hablaremos de eso más adelante. Pero mira qué día. ¡El sol es un estado de ánimo!

Dimos una vuelta por el paseo marítimo y nos pusimos al día en lo profesional y familiar. Había abrazado la vida adulta junto a una mujer que conoció en Buenos Aires. Volvieron porque los padres de ambos estaban en España y se iban haciendo mayores, los nietos querían estar con sus abuelos, habría que repartir la herencia cuando éstos no estuvieran… Nada fuera de lo habitual, el discurrir normal de la vida.

  • Vamos a dejarnos ya de preliminares. ¿Has llamado a Marina?

No me esperaba aquella pregunta, y mucho menos tenía preparada la respuesta. Debió leer perfectamente la expresión de incredulidad en mi rostro, porque no terminó ahí:

  • Mateo, no creerás que lo vuestro era un secreto… Además, ya tengo treinta y siete años. Algo se gana con ellos, además de canas.
  • No he tenido mucho tiempo – mentí. Lo de mi padre, la vuelta, las gestiones…
  • Se ha divorciado. ¿Lo sabías?
  • He estado ocupado encontrando una rutina y estableciéndome.
  • Eso siempre está bien – me miraba un poco exasperado. Sabía que no podía arrancarme muchas más palabras del tema. Ya sabes lo que dicen de la rutina: es como montar en bicicleta. Si lo piensas, te caes.

Cualquiera hubiera dicho que debía alegrarme de una segunda oportunidad. No fue el caso. Me imaginé a Marina, rota, paseando por salas de museos encontrando un consuelo que quien quiera que fuera su marido no había sabido o querido darle, arrepentida de entregar lo que ella consideraba más valioso a un vil sujeto al que sin duda de ahora en adelante acusaría de alta traición. Ella se había vaciado por completo en mi causa, y aunque hacía años de aquello y el daño que pude causarla fue por omisión más que por mis actos, no podía olvidar ese acto de amor desinteresado. Y el resultado era éste: ¿Qué importábamos ella y yo? Nada. Sólo ella. Lo demás, polvo.

  • No hemos hablado desde que me fui a Finlandia. ¿Qué ocurrió?
  • Eso que te lo cuente ella. Por resumir: un capullo. A partir de ahí, seguro que se te ocurre algo y no te equivocarás mucho.

Los días siguientes me recordaron a los previos antes de emigrar. Todo volvía a ser doloroso, me sumí en un profundo torpor. El estado de ánimo de las personas es algo muy frágil. La rutina lo mantiene a flote, pero cualquier bofetada de la vida destruye ese delicado equilibrio. La noticia del divorcio de Marina no fue una excepción. Dejé de escribir, leer, ver cine y todo lo demás. Me parecía indecente no haber cambiado un ápice en estos ocho años. Una tarde, pasé por la iglesia que solía frecuentar mi madre. Me senté delante de la cruz y ni siquiera fui capaz de mirar al frente; era un creyente avergonzado de sí mismo que, por no tener, no tenía quejas ni súplicas. Antes estaba más seguro del saber hacer de Dios. O al menos, de su saber estar. Ahora dudo de ello y me parece peligroso. Quien no reza puede estar equivocado, pero es pragmático. Los que rezamos sin sentirnos escuchados, reconocemos que Dios nos ha abandonado, y eso es caer en la desolación y el desierto espiritual. No sé navegar en el misterio.

Pensaba en escribir a Marina, pero no me atrevía. No sé si por vergüenza, por respetar su luto matrimonial, o por la indignidad que sentía. Además, ¿qué quería de ella? ¿Enviar mi más sentido pésame? ¿Dar noticias de mi vuelta? El problema de no ser sincero con uno mismo ni con nuestras intenciones es que terminan pareciendo cualquier cosa salvo lo que verdaderamente son. Alguien con una vida real, como ella, y más en su situación actual, tendría cosas – reales – de las que ocuparse. De hecho, si yo fuera ella, me recriminaría el acudir nuevamente a su presencia con medias tintas. La imagino diciendo algo así, artístico y grandilocuente: “ven completo, valiente y sinvergüenza, incluso miserable, pero todo tú. No quiero bancos de olas que mojan por momentos la arena de la playa y desaparecen sin dejar rastro, secándose ésta inmediatamente. Que venga una ola gigante y deje todo empapado para siempre”. Algo así me imaginaba que diría ella hablando del amor. Una onda expansiva que marca todo de forma indeleble, que no pregunta al otro su opinión sobre la invasión del territorio. No. Se conquista o se muere.

Una gran ventaja de ser demasiado frío y analítico para con lo humano es el poder ver con cierta objetividad situaciones en las que el corazón nos miente y justifica prácticamente todo. Así que resultaba bastante evidente lo que debía hacer. Llamé a mi madre y le dije que iría al pueblo al día siguiente, para pasar unos días con ella.

Al menos allí, uno se siente útil. Podré dar de comer a los caballos de Jimena y llevarle el pan y un aperitivo los domingos; cuidar a los hijos de Eduardo y Ana mientras ellos hagan las tareas de rigor en la finca… Todo aquello me parece verdaderamente importante, algo que deja huella a pesar de no estar remunerado. El trabajo manual purifica y ennoblece hasta el alma más vil. Quizá por eso me sienta tan bien. Y debería asegurarme de que el misterio de Marina no acaba conmigo. Ese en el que ella navega tan bien y yo llevo ahogándome años.

Ahora que no estás

Ahora que no estás, me faltan problemas. Desde que me acuesto hasta que amanezco, todo está bajo control. Duermo atravesado en el colchón; desayuno todo lo que me prohibías, ensancho el colesterol. Doy la vuelta a todas las marcas que comprabas en el supermercado, he pasado a ser fiel lector de El País.

La película de sobremesa ha desaparecido del menú de fin de semana, ahora tan sólo hay deporte y sillón-ball. Se me hace siempre tarde en las cañas: no sé si por alargar la conversión en barra y evitar tu ausencia al volver a casa; quizá por apurar todos los quintos y no pensar en ella.

Hay habitaciones que llevan años sin estar iluminadas, rincones de casa detenidos en casi otra época, con el polvo convertido en legítimo mobiliario de ellos. Vivo en un septiembre permanente, cuando la noche comienza a arañar minutos de existencia y lo luminoso empieza a perder fuelle. Salgo adelante, pero con la certeza de que se acercan los tiempos oscuros del alma.

Ahora que no estás, recuerdo tostarnos en los campos amarillos de la meseta. Cuando éramos jóvenes y corríamos a su través; a vista de pájaro, los rastros dejados en aquellos maizales y campos de girasoles jugaban a esquivarse y encontrarse. Serpenteaban en todo tipo de formas imaginables y allí, al final de ellas, mirábamos hacia arriba exhaustos, jadeando, hasta aflorar las primeras gotas de sudor. Después, buscábamos refugio en los pueblos de alrededor, cuyas fachadas de piedra que conseguían esconderse del sol ofrecían cobijo en aquellos veranos. La ciudad no seducía todavía con sus encantos; había un bullicio humano y tranquilo como ya no se conoce.

Recuerdo cómo te sentabas en los bancos de piedra, junto a las grandes puertas de las mansiones pétreas, cuyos escudos de armas llamaban a la grandeza de otras épocas, las piernas juntas, cruzadas y morenas, abrazadas por tus vestidos de flores. Y siempre ladeabas el rostro y dejabas caer la mirada, sin desnudarla del todo tras la cortina de tus largas ondas castañas. Y me mirabas sin desvelar todo lo que tenías; nunca querías terminar de matar aquel misterio que éramos nosotros. Adicto a él, bien sabías que nunca te abandonaría mientras quedara una pequeñísima parte de ti por resolver.

Las últimas semanas he tenido la sensación de empezar a perder la memoria. Me he desvelado algunas noches, sintiendo por un pequeño instante que olvido tu cara. Cuando esto pasa, voy al álbum de fotos. Sólo estamos nosotros, los niños tienen todo guardado en versiones digitales de las suyas. Pero esto basta. Me reconforta volver a capturar tu recuerdo, ese álbum impide la fuga. Si fallaba en el encuadre de la foto o la paleta de colores de la imagen no te convencía, notaba como tu feminidad se indignaba; te ponías el sombrero y escondías por completo esa mirada. Los carrillos se te incendiaban, los míos imitaban la jugada porque no soportaba que llevaras esos cacharros en la cabeza, llamando la atención. Me dolía un poco tu indiscreción, aunque nadie la manejara tan bien como tú.

Al final, tú, una vez más, siempre un paso por delante. Las fotos que tanto odiaban son la mejor parte de mí.

Por cierto: los niños. Los niños están bien. Mateo en las Américas, María en Asia-Pacífico. De momento. Les da igual donde paren. Muy capaces, muy brillantes. Estarías orgullosa, son dos soldados perfectos para el mundo moderno. Aunque pasa el tiempo y crece una duda: me temo que son algo huecos. Empiezo a pensar que no les enseñamos lo más importante o, mejor dicho, que no me encargué de hacerlo cuando tú te fuiste. Tú les mantenías con los pies en el suelo. Mi ejemplo era justo el que hoy critico. Trabajo, trabajo, dinero, coche, casa, más trabajo, más casas, más dinero… Hasta no distinguir lo que uno tiene de lo que necesita. A ti nunca pareció preocuparte, y en cambio siempre me sorprendió que posaras tus ojos en alguien como yo, que perseguía con la lengua fuera el éxito de la vida perfecta carente de fundamentos. No sé si tú veías alguno en mí, o procurabas dárselo, pero con toda sencillez, parece mentira que te enamoraras de un materialista nato como yo. Me temo que han heredado todo lo malo de mí y no estás para hacer algo bueno de ellos. Sólo se preocupan de los números. Todo lo cuantifican, todo lo miden, todo es objetivo y aséptico. Temo que mueran solos, lo cual me aterra porque yo tuve la suerte de disfrutarte y tu falta ya me parece una agonía. Imagínate toda una vida.

En todo caso, yo no estaré y no será mi problema. Como te decía, ya no tengo. Ahora que no estás, ha desaparecido el mayor y único de ellos, del que se derivaban todos los demás, que fue estar a tu altura. Antes tenía vértigo y ahora me siento un poco arrastrado, sin razones. Tenía problemas, pero razones para tenerlos. Mi razón eras tú. Y ahora tanto dan los dilemas, vericuetos y barrabasadas varias de la existencia. Si no tengo razones.

Mecánica de relaciones

Durante los duros años de ingeniería en la universidad, ninguna asignatura me provocó tantos quebraderos de cabeza como la mecánica de fluidos. Volviendo la vista atrás, llama la atención que algo presente de un modo tan natural y desenvuelto en la Creación – por algo utilizamos la palabra fluir cuando el devenir de las cosas sigue su curso esperado – esté modelizado por un compendio de fórmulas y ecuaciones tan complejo.

Aparentemente parecerían innecesarias – todo fluye –, pero siempre llegaba aquel momento en que el profesor planteaba un problema de no tan fácil solución, donde la mera observación del fenómeno de fluir no bastaba para encontrar la respuesta. Y mientras mirábamos al cielo de la clase, a la ventana, a los compañeros de ambos lados y finalmente a nuestro examen únicamente para utilizar la calculadora y estimar nuestra nota final en lugar de para resolver ese maldito problema, nos dábamos cuenta de que hasta los fenómenos más naturales y aparentemente carentes de esfuerzo se sirven de unos fundamentos más complejos de lo que uno diría, y que el entendimiento de éstos es clave para saber qué esperar de ellos y cómo reaccionar cuándo se produzcan situaciones más complejas.

Algo así ocurre con las relaciones.

Asisto de brazos cruzados – porque no se me ocurre nada mejor que hacer, tristemente – ante lo que parece el lento e imparable derrumbamiento de la civilización occidental y, junto a ella, las bases de las relaciones humanas que contribuyeron a convertirla en lo que hoy es y empieza a dejar de ser. Hablo de ese núcleo, hoy por hoy no tan irreductible, que es la familia. ¿Por qué se estropean las relaciones y matrimonios cada vez con mayor frecuencia? ¿Qué ocurre para que las parejas sean un naufragio constante y no haga sino aumentar el número de éstas que alguien tiene a lo largo de su vida?

La primera y más obvia causa es el gusto por lo líquido de nuestros días. La sociedad actual, con sus costumbres y nuevas formas de relacionarse, no ayuda a mantener la buena dinámica de las relaciones de antaño. No voy a divagar más sobre este tema porque es de actualidad total y está explicado por todas partes. Ayer leí un artículo muy interesante sobre cómo afecta este nuevo mundo a las relaciones y que podéis ver en este link.

Sin embargo, últimamente soy testigo de situaciones y experiencias personales en las que dichos “fracasos” (con el tiempo pueden ser triunfos) no vienen motivados por lo anterior. Personas que, de manera auténtica, quieren y desean romper ese círculo vicioso y vacío que crea la sociedad líquida respecto al amor y que, a pesar de todo, no lo consiguen. Un querer sincero y un no poder desesperante. Esto es algo que me deja sumamente intrigado y para lo que sólo tengo una explicación: nos estamos desconociendo. A los demás y a nosotros mismos.

Empiezo a pensar que ese devenir tan natural que vemos en las relaciones de nuestros padres y abuelos no es únicamente fruto de un trabajo consciente y voluntarioso de paciencia y esfuerzo, sino de unas bases que adquirieron de manera aparentemente innata y les han servido en sus años venideros para comprender el flujo de las relaciones. Hay un juego de intuiciones y sutilezas del corazón cuyo lenguaje dominan con soltura y les permite resolver todo tipo de problemas.

Pero ese aprendizaje aparentemente innato no lo era tanto. Si bien ellos quizá no fueran conscientes, la realidad apunta a que los usos, costumbres, idiosincrasia de sus épocas servían para encauzar este aprendizaje y potenciarlo. Conseguían traducir este idioma de subjetividades del corazón y reaccionar a él, atacando el problema en cuestión y resolviéndolo. No quiero dejar de lado un aspecto que el artículo anterior no menciona y me resulta clave: las humanidades. La filosofía, el arte, la literatura, el cine, y otras tantas… Todas estas disciplinas surgen de la necesidad del ser humano de comprenderse y comprender a los demás, y no hemos hecho más que vilipendiarlas e ignorarlas de manera flagrante durante las últimas décadas. Si no exploramos alguna de ellas, no iniciaremos ese aprendizaje de nosotros tan necesario para gestionar emocional y racionalmente las relaciones que se nos presenten a lo largo de nuestra vida.

Algunos aspectos de las relaciones tan básicos como saber que el enamoramiento es un estado en el que cabeza y corazón van de la mano – el estadio inicial, pura química, es la atracción – y que el amor no es un asunto de sentimientos – emociones finitas, volubles y cambiantes no pueden ser la base de un proyecto que tiene la aspiración de trascendencia y eternidad – son rechazados por una amplia mayoría de la población, inmersa en el discurso la cultura líquida, donde el amor ha sido rebajado a la categoría de bien de consumo objetivable.

El amor, y en línea con él, las relaciones, son procesos inmutables del ser humano a lo largo de la historia porque tienen un germen innato y subjetivo. Nuestros procesos y mecanismos internos no han cambiado; seguimos siendo los mismos, pero, de algún modo, los tiempos modernos han destruido la traducción de este idioma que podíamos aprender con una buena formación vital a lo largo de los años. Han convertido el lenguaje del corazón en una sarta de palabras y frases inconexas, ininteligibles a nuestra limitada comprensión emocional. Nos estamos desconociendo y hemos desaprendido.

Así, nos encontramos casos de personas con ideas sobre amor y relaciones muy claras, fruto de esa naturaleza innata inmutable. Tienen claro lo que quieren, conocen la solución al problema, que diríamos en aquel examen de mecánica de fluidos, pero desconocen las fórmulas y modelos para llegar a ésta. No logran articular un proceso por el cual resolver el descuadre emocional que habita dentro de ellos, y esto les sume en una desesperación absoluta. Ante esta desafección, e ignorando lo que se está desencadenando en su interior, optan por la solución que parece más racional – aparentemente – y lógica: si veo las ramas del árbol en mal estado, debo podarlas. Al final, damnificamos a las personas que nos acompañan en el viaje. Y no vemos que el problema no está en dichas ramas sino en el tronco, podrido por dentro. Nosotros, desconocidos y desnortados.

Debemos aspirar a que el mundo moderno no acabe con nuestras almas. Si se corrompen, manoseadas por esta sucia cotidianidad, seremos incapaces de reconocer a nuestros compañeros en este viaje que es la vida. La razón es muy sencilla: ya no seremos nosotros mismos, y así será difícil encontrar otra alma con la que encajar, si la nuestra es amorfa, voluble y sometida a las dictaduras del mundo actual. Creo, de algún estúpido y romántico modo, que las almas compatibles están destinadas a encontrarse y comprenderse, y que somos nosotros los que echamos a perder la oportunidad, convirtiéndolas en lo que no son y haciéndolas incompatibles.

Por eso debemos revertir el camino tomado hasta ahora. ¿A qué te has dedicado durante los últimos años? Por muy claros y loables que sean tus objetivos, si no has trabajado en aprender las fórmulas y procesos que te lleven a ellos, será imposible alcanzarlos. El alma humana no es una máquina, no juega a imposibles. Si queremos encontrar lo absoluto, es tiempo de desintoxicarse de lo mundano – cambiante y finito – y empaparse de lo divino – trascendente y eterno.

Conocernos a nosotros mismos nos ayudará a romper el influjo implacable del mundo moderno actual, que nos desorienta y confunde. Es más, también nos ayudará a comprender a los demás y entender – lo que quizá nos libre de algún demonio interior – que si padecemos en estas relaciones las consecuencias de los actos de otra persona, posiblemente se deba a que ésta no es capaz ni de entenderse a sí misma. Bastante castigo supone ya tener un grave problema y ni siquiera percatarse de ello. Frustración por partida doble.

Echo la vista atrás y pienso en aquellos que ya no están en mi vida. Personas que, en su mayoría, desaparecieron porque lo mejor era que cada uno siguiera por su lado. Sin embargo, hay una pequeña parte de ellas que ya no están, no por el flujo natural de las relaciones, sino porque un impostor las expulsó de mi corazón en mi nombre. Conforme pasan los años y recupero a mi verdadero yo, quizá sea tarde para recuperar a esas personas, pero mantengo una firme determinación: la próxima persona que habite en mi verdadero ser, jamás se irá de él.

Urge comenzar a vivir de acuerdo a nuestra dimensión más humana.

Huir

Hacía varios años que conocía a Marina. Por casualidad; en esos grupos que se forman durante la etapa universitaria, donde no había lugar para demasiadas confidencias esenciales porque derrochábamos todo nuestro tiempo discutiendo sobre lo accesorio que nos acompañaba esos años: la mejor marca de cerveza, el peor profesor, el que tenía suerte y no talento jugando al mus. Una especie de pacto tácito, cubatas mediante, para exprimir aquellos tiempos felices y veloces, dejando de lado intimidades.

El grupo, al compás de la vida, fue menguando. Martín hizo las Américas, impelido por su madre, para encontrar a su pasado en el Río de la Plata; Diego y Elena se casaron, y pronto lo accesorio de nuestras compañías fue sustituido por las reuniones de padres primerizos – donde las discusiones, accesorias a su momento vital, si se quiere ver así, ya vislumbraban el trasfondo esencial y absoluto que otorgan los hijos a la vida; a otros, se les perdió el rastro. Al final, el discurrir social de la existencia es una sucesión de tribus, como el macho joven expulsado de la manada por el alfa en búsqueda de otro grupo que liderar; como el alfa expulsado por el joven y que sin otro remedio se lanza a buscar un último remanso de paz. Cada vez quedábamos menos, y a fuerza de pura frecuencia, años y estadística, las conversaciones ganaron esa fuerza que da la intimidad de los pocos para romper las barreras del pacto acordado los años previos. Lo accesorio se desprendía y comenzaba lo esencial a salir a flote.

Hasta entonces, poco conocíamos el uno del otro. Era proverbial mi afición a los deportes de todo tipo, simuladores, excursiones y salidas nocturnas; esos cuatro pilares hacían de mi vida un continuo de estímulos y emociones que me evitaba caer en la angustia del aburrimiento y la quietud – bien conocida también por todos. Por su parte, Marina era una chica discreta, algo apocada, de ojos grandes y curiosos frente a su rostro pequeño y delicado. Sólo conocíamos dos cosas de ella: un par de relaciones estables y duraderas, y su afición por el arte. Supimos de lo primero mucho después de lo segundo, cuando le preguntamos por su pareja mientras contaba su última persecución a una colección itinerante, y dejó caer sin mayor importancia que su primera relación había terminado y llevaba saliendo más de un año con otra persona.

Puesto que el grupo se reducía y los años pasaban, los encuentros empezaron a cambiar de escenarios. Normalmente, las reuniones desembocaban en los claroscuros de las discotecas capitalinas y por todos eran conocidos mis intentos de conquista de alguna mujer, a los que me agarraba para no perder el impulso de una estimulación sensorial ya continua. Los flirteos y besos poco genuinos servían más para diversión del grupo que para felicidad mía. Todo aquello iba quedando atrás, mientras lo que me iba alcanzando era la tan temida angustia que ya intuía, y cuya única respuesta hasta el momento a la batalla que se me presentaba había sido la huida hacia delante. Algo se revolvía en la incomodidad de alguien que no había hecho frente a sus demonios en el momento oportuno, y ahora éstos se habían convertido en bestias inexpugnables – incluso la frontera entre ellos y uno mismo era difícil de distinguir.

Marina, adelantada a su edad y mucho más inteligente que todo lo que me rodeaba, me lo hizo saber el día que la acompañé al Prado. Últimamente, el grupo había terminado de romperse y eran frecuentes los fines de semana en los que ya no sabíamos los unos de los otros. Yo había intentado, sin éxito y quizá con desesperación patente, reunirlos a todos mediante cualquier artimaña imaginable: excursiones al aire libre, para toda la familia y libres de la contaminación de la ciudad; un vermut el domingo a mediodía, en esas horas muertas antes o después de misa o de cama, según el caso; incluso un mísero café, obviando la comida previa.

Pienso que ella entendió lo que había detrás de estas veladas súplicas y me propuso acompañarla al museo. Me informé y no había colecciones nuevas, y estaba seguro de que conocía de memoria todos y cada uno de los cuadros presentes. Pero tal era la situación, que accedí.

No entendía de arte y mi respuesta ante aquellos cuadros era la del juez que estudia un caso y aplica la ley, inequívoca. No podía sino valorar positivamente el hecho de combinar trazos, colores, pinceladas y formas de manera tan acertada en unos pocos metros cuadrados, de la misma manera que me admiraba ante un rascacielos, un puente colgante o un coche deportivo. Al rato ya deambulaba por las salas mirando al techo, cansado de encontrar una utilidad práctica al asunto.

Marina, en cambio, se detenía largo y tendido en cada cuadro. Pasaba varios minutos delante, en silencio. Era inteligente y observadora, era evidente que ya conocía todos los detalles del mismo. Así que pregunté qué le llevaba tanto tiempo.

“Me gusta pensar cómo se sentían cuando pintaban. Y, sobre todo, por qué. La habilidad para crear esto me maravilla; es tan perfecto que no parece creado por una mente humana, sino que ya estaba concebido por alguien superior y que éste ha dado al pintor la capacidad de rasgar el lienzo blanco para conseguir que la obra aflore a la superficie. En realidad, esta creación consiste en destruir todo lo accesorio y fútil a su alrededor para llegar a ella.

Ocurre igual con las personas. Lo importante es el cómo, el porqué. No es el hecho en sí, no importa. Es objetivable, ¿y qué? ¿Qué importancia tiene eso si lo que subyace tras él es el puro caos, desorden, maquinaria humana defectuosa que hace dudar de todo e impregna su alrededor de subjetividad? ¿Cómo haces aquello que haces? ¿Y por qué? Eres un deportista brillante, un gran profesional en lo tuyo, pero, ¿qué hay detrás de eso? ¿Qué hay detrás de tu creación? ¿Estás eliminando lo accesorio para llegar a ella?”

Quizá fuera la intensidad de su interpelación, que destilaba angustia y compasión por un ser a punto de echarse a perder definitivamente, o simplemente la sorpresa de que alguien como Marina se dirigiera a mí en esos términos. Quizás ambas. Lógicamente, los años habían pasado y lo apocado de la juventud moría, dejando paso a una mujer segura de sí misma. En todo caso, aquello me revolvió por completo.

Las semanas siguientes, las fuerzas me abandonaron. Estaban determinadas a escarbar en el pasado y escudriñar cada hecho, cada acción y reacción, cada gesto y movimiento para deshacerme de la incómoda sensación que me invadía, que no era otra que la de haber perdido el tiempo hasta ese momento. Miríadas de hilos de pensamientos se aglutinaban en la corteza cerebral y me sumían en un bloqueo irresoluble. No había nada detrás de mis acciones, no había ni rastro de la creación por la que Marina preguntaba. Estaba avergonzando, incluso indignado, por intuir, ni siquiera sentir, que era refractario ante cualquier tipo de estímulo que atacara al corazón y no a la cabeza. Detrás de cada arrebato primario, esos que remueven e inquieren sobre los motivos por los que actuamos, sobre esa creación, tan sólo le seguía un análisis de hipótesis y consecuencias puramente lógicas y pragmáticas. No me dejaba arrancar de ese letargo científico por ninguna emoción.

Creo que ella se percató de esto gracias a su fina ingeniería emocional. Quedábamos con regularidad para tomar café a primera hora de la tarde y asistir a pequeñas exposiciones que hacían parada en la ciudad. Yo me esforzaba en ver más allá de las creaciones artísticas, encontrar lo humano de la obra y no lo puramente funcional; pensaba que resultaría de utilidad para aplicarlo posteriormente a mi caso. Marina estaba de pie a mi lado, paciente, mirando con una aparentemente improbable combinación de tranquilidad, angustia y esperanza al paciente que intenta levantarse de la cama por primera vez tras un grave accidente. Cuando me desesperaba y hacía algún gesto brusco, ofuscado por lo refractario de mi ser hacia la belleza y lo humano, ella aferraba mi brazo con ambas manos y pegaba con fuerza su rostro a él. No le pregunté si seguía con su pareja; ella tampoco mostró interés en hacérmelo saber. Poco importaba.

Mi rendimiento había caído en picado y había dejado mi trabajo antes de ser despedido. Antes era un ignorante, pero en aquel momento conocía, para bien o para mal, que todas las personas tenemos una creación por descubrir a lo largo de nuestra vida, y para ello debemos tener claro el cómo y el porqué de nuestros actos. Ahora que había construido castillos en el aire, y no había ninguna cimentación de mi existencia, se me hacía imposible continuar con el discurrir habitual de la vida.

Los meses pasaron y gracias al colchón económico que me había dispuesto – alguna ventaja debía tener ser un autómata del sistema – pude seguir disfrutando de la compañía de Marina y agonizando en mis ejercicios de humanización en los que ella ejercía de maestra de ceremonias. No conseguía gran cosa. Hay circunstancias que, prolongadas a lo largo de los años, no crean bestias inexpugnables, sino que nos convierten en ellas. Y hay una diferencia muy importante entre combatir al ser y renunciar a él. Me sentía roto y sin retorno.

A pesar de todo, tenía una leve intuición, no sentimiento, de que su presencia y nuestra compañía mutua podía ser beneficiosa para ambos. Ser útil. Dudaba que estas intuiciones pudieran ser el germen de algo real y duradero. Ella insistía en que había agotado al corazón con tantos excesos nocturnos; que podía darme por satisfecho si llegaba a tener un leve atisbo de sentimiento o emoción, y que abandonara toda idea de un corazón atravesado cuando éste se hallaba manoseado y pervertido, convertido en pura roca. El desacompasar esos desmanes nocturnos, aparentemente inofensivos, de los tiempos del corazón, lo había endurecido sutil e imperceptiblemente.

A finales de verano, la situación se había vuelto insostenible. No había ningún avance y el colchón económico había desaparecido. Tuve que realizar entrevistas para volver al mundo laboral. Tras una breve búsqueda, me ofrecieron un buen puesto en una multinacional. Estaba muy bien remunerado, pero implicaba mudarme al extranjero. Ante la pasividad e inmovilidad de mi existencia en aquella época, me resigné ante lo inevitable y acepté el puesto.

Marina me acompañó al aeropuerto. Apenas habló durante el trayecto. No era alguien que se caracterizara por ello, pero noté que era el final de nuestra historia por su manera de mirarme. Por su manera de no hacerlo, más bien. A ella no le hacía falta hablar porque transmitía toda su compañía a través de sus grandes ojos, que habían permanecido grandes, verdes, expresivos, impasibles al paso de los años. Aquella vez no se levantaron del suelo y tuve la impresión de que no se veía capaz de enfrentarse a los míos ni por una última vez. Cuando llegamos a la puerta de embarque y me quedé frente a ella, llegó el fatídico momento. Y ahí estaba Marina, con su improbable mezcla de tranquilidad, angustia y esperanza, mirándome fijamente, deseosa en sus ojos de comprobar si podía renunciar a aquel ejercicio de ceguera y ver, realmente ver, con el cómo y el porqué, lo que tenía delante. Pero sólo fui capaz de agradecerle su ayuda en los últimos meses, besar suavemente por última vez sus mejillas y subir al avión.

Han pasado los años y la vida me ha tratado con respeto. Los honorarios de la empresa son generosos; siempre me recuerdan a Marina y especialmente a su ausencia o, mejor dicho, a mi huida. Martín me contactó por teléfono hace unos días. Había vuelto a España y tomado un café con ella para ponerse al día. Se había casado y tenía un hijo, encinta del segundo, que llegaría en pocos meses. Por mi parte, le dije que tenía la vida resuelta, afortunadamente, y que la calidad de vida donde me encontraba era excelsa. Omití cualquier detalle de la historia con Marina.

Tenía la vida resuelta, sí. Pero estaba sólo. Sin retos que afrontar al decidir compartir tu vida con alguien. Sin cómo y sin porqué. Resolví no volver a huir jamás de la vida tras aquella ocasión, pero la suya significó una travesía por el desierto en la que la comodidad e infelicidad se entrelazaban y confundían constantemente. La ausencia de perturbaciones del ánimo es un opio para el alma.

Aún hoy, los únicos cómo y porqué que ocupan mi mente son los de nuestra historia. Y ésta ha dejado una sola certeza: cuando huimos, no queda otro equipaje que la ausencia de la compañía de los que una vez amamos.