Alguien tiene que hacerlo

Pasar un mes de agosto en Madrid puede suponer un tedio tan sólo soportable para quien haya adquirido algo de práctica a lo largo de los años, o lo que es lo mismo: para los que no tienen más remedio. En el caso del que escribe estas líneas, más bien al contrario: uno vuelve al mejor lugar – el que le vio nacer – en el peor momento, tras unos años de exilio norteño donde los veranos tratan con suavidad al veraneante y quizá con algo de ingratitud al local, que bastantes penurias meteorológicas ha acumulado durante el resto del curso.

Desprovista del velo de romanticismo twittero, la realidad del Madrid canicular no es del todo terrible. Sí, el calor es infame y se puede medir en viajes nocturnos de colchones hacia las habitaciones o al salón, en busca de ese aire acondicionado que nos sugieren – por el momento – usar con moderación. Y sí, cierran por descanso algunos de nuestros locales favoritos (para cuatro días al año que no hace falta reservar con una semana de antelación…). Pero uno se puede sentar a gusto en el suburbano y los autobuses, los atascos desaparecen – los pocos que quedan se deben a algún chalado u obras, una de las torturas favoritas de los alcaldes este mes – y, si no existiera Madrid Gymkhana Central 360, podríamos aparcar el coche en plena Plaza Mayor (qué tiempos aquellos de tan sólo hace unos años, ¿recuerdan?).

Pese a todo, este mes se produce en la capital un hecho innegable, y depende de cada uno que sea bueno, malo o indiferente: la nada social. La ciudad se vacía por completo y los que permanecemos nos volvemos irrelevantes. Como si nuestro único propósito fuera mantener el flujo de actividad mínimo que la ciudad necesita para no marchitarse hasta la llegada de septiembre, como una casa de veraneo vacía. Y en estos tiempos que corren, donde nos construimos a través de los demás y no de nosotros mismos, donde hacemos testigo al mundo de cualquier pequeño avance, logro o hecho que en otro tiempo sería mera anécdota, el mes vacío que es agosto puede resultar demoledor para el espíritu. Pareciera que éste se construye durante el curso en el ir y venir de fin de semana, las actividades encadenadas, la excitación del movimiento incesante, las galerías interminables en redes sociales, la comunidad con los nuestros…  Y, en cambio, tan pronto como los demás nos abandonan a nuestra suerte en la ciudad, ese espíritu se desmorona.

Es cierto que el espíritu crece – en parte – en presencia de los demás. Son las gentes y las comunidades las que hacen atractivo cualquier lugar, y si no lo creen así basta con fijarse dónde se respira vida en verano y quiénes habitan estos lugares cuando el período estival se despide. Somos nosotros quienes convertimos los pueblos en lo que son, de la misma manera que hacemos con las ciudades en invierno. La esencia cambia de bando con sus gentes. Ciudad y pueblo son dos caras de la misma moneda, y somos nosotros los que jugamos a cara o cruz según la época del año. Esa esencia de comunidad construye el espíritu y el de los nuestros.

Sin embargo, en la ciudad, en esta cruz de agosto, en estos días de nada social, de espíritu replegado sobre sí mismo, todo lo falsamente construido durante el curso se diluye en una soledad obligada. Y es en ese momento cuando las almas tienden a trascender, cuando se alejan de los hombres que las distraen.

Precisamente estos días del año, que se asemejan a una larga tarde de domingo, son los mejores para forjar esa parte del espíritu tan importante que no depende de la comunidad. Es la más difícil, la invisible a los ojos de los hombres. En ella, pelean constantemente lo divino y lo humano, el primero en su afán por elevarse a los cielos y el segundo intentando que su orgullo no naufrague en ese mar de irrelevancia social.

Son días de cambio de rutina, de frecuentar lugares y gentes que no conocíamos. Quizá nunca estuvieron hasta entonces, aunque lo más probable es que sí y no reparáramos en ellos durante el frenesí capitalino que recomenzará en septiembre. Son días en los que cualquier tarea se antoja inútil y pequeña a la luz de estas largas y calurosas horas de sol. Y quizá sea así, pero quiero creer, como no deja de creer en el amor un soltero cuarentón, que todo lo insignificante a los ojos de los hombres es grande a los ojos de algo o alguien aún más grande que todo lo anterior.

Pienso en esto mientras paso por el aparcamiento de la iglesia que frecuentan mis padres y veo a un hombre grande, enrojecido con el fulgor del sudor que lo impregna, podar los setos que salpican el lugar:

  • Alberto, amigo. Buena hora de podar te has buscado.
  • Sí, hace calor. No pasa nada, en una hora termino.
  • Este mes no está ni el de arriba, ¿para qué te pones ahora?
  • Pues tienes razón. Pero alguien tiene que hacerlo.

La sencillez de lo invisible, de lo desconocido. La sencillez de lo pequeño, humilde y aparentemente inútil. La sencillez de aquello que sólo ve quien puede ver en lo escondido. Eso es lo que prepara el espíritu para las cotas más altas. Por eso, es bueno volver sobre nuestros pasos este mes, examinar el núcleo y preguntarnos: ¿estamos preparados para las cosas grandes que están por venir? No vaya a ser que ande uno afanado en podar todo el jardín y ni siquiera sea capaz de empezar con una planta.

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