Mecánica de relaciones

Durante los duros años de ingeniería en la universidad, ninguna asignatura me provocó tantos quebraderos de cabeza como la mecánica de fluidos. Volviendo la vista atrás, llama la atención que algo presente de un modo tan natural y desenvuelto en la Creación – por algo utilizamos la palabra fluir cuando el devenir de las cosas sigue su curso esperado – esté modelizado por un compendio de fórmulas y ecuaciones tan complejo.

Aparentemente parecerían innecesarias – todo fluye –, pero siempre llegaba aquel momento en que el profesor planteaba un problema de no tan fácil solución, donde la mera observación del fenómeno de fluir no bastaba para encontrar la respuesta. Y mientras mirábamos al cielo de la clase, a la ventana, a los compañeros de ambos lados y finalmente a nuestro examen únicamente para utilizar la calculadora y estimar nuestra nota final en lugar de para resolver ese maldito problema, nos dábamos cuenta de que hasta los fenómenos más naturales y aparentemente carentes de esfuerzo se sirven de unos fundamentos más complejos de lo que uno diría, y que el entendimiento de éstos es clave para saber qué esperar de ellos y cómo reaccionar cuándo se produzcan situaciones más complejas.

Algo así ocurre con las relaciones.

Asisto de brazos cruzados – porque no se me ocurre nada mejor que hacer, tristemente – ante lo que parece el lento e imparable derrumbamiento de la civilización occidental y, junto a ella, las bases de las relaciones humanas que contribuyeron a convertirla en lo que hoy es y empieza a dejar de ser. Hablo de ese núcleo, hoy por hoy no tan irreductible, que es la familia. ¿Por qué se estropean las relaciones y matrimonios cada vez con mayor frecuencia? ¿Qué ocurre para que las parejas sean un naufragio constante y no haga sino aumentar el número de éstas que alguien tiene a lo largo de su vida?

La primera y más obvia causa es el gusto por lo líquido de nuestros días. La sociedad actual, con sus costumbres y nuevas formas de relacionarse, no ayuda a mantener la buena dinámica de las relaciones de antaño. No voy a divagar más sobre este tema porque es de actualidad total y está explicado por todas partes. Ayer leí un artículo muy interesante sobre cómo afecta este nuevo mundo a las relaciones y que podéis ver en este link.

Sin embargo, últimamente soy testigo de situaciones y experiencias personales en las que dichos “fracasos” (con el tiempo pueden ser triunfos) no vienen motivados por lo anterior. Personas que, de manera auténtica, quieren y desean romper ese círculo vicioso y vacío que crea la sociedad líquida respecto al amor y que, a pesar de todo, no lo consiguen. Un querer sincero y un no poder desesperante. Esto es algo que me deja sumamente intrigado y para lo que sólo tengo una explicación: nos estamos desconociendo. A los demás y a nosotros mismos.

Empiezo a pensar que ese devenir tan natural que vemos en las relaciones de nuestros padres y abuelos no es únicamente fruto de un trabajo consciente y voluntarioso de paciencia y esfuerzo, sino de unas bases que adquirieron de manera aparentemente innata y les han servido en sus años venideros para comprender el flujo de las relaciones. Hay un juego de intuiciones y sutilezas del corazón cuyo lenguaje dominan con soltura y les permite resolver todo tipo de problemas.

Pero ese aprendizaje aparentemente innato no lo era tanto. Si bien ellos quizá no fueran conscientes, la realidad apunta a que los usos, costumbres, idiosincrasia de sus épocas servían para encauzar este aprendizaje y potenciarlo. Conseguían traducir este idioma de subjetividades del corazón y reaccionar a él, atacando el problema en cuestión y resolviéndolo. No quiero dejar de lado un aspecto que el artículo anterior no menciona y me resulta clave: las humanidades. La filosofía, el arte, la literatura, el cine, y otras tantas… Todas estas disciplinas surgen de la necesidad del ser humano de comprenderse y comprender a los demás, y no hemos hecho más que vilipendiarlas e ignorarlas de manera flagrante durante las últimas décadas. Si no exploramos alguna de ellas, no iniciaremos ese aprendizaje de nosotros tan necesario para gestionar emocional y racionalmente las relaciones que se nos presenten a lo largo de nuestra vida.

Algunos aspectos de las relaciones tan básicos como saber que el enamoramiento es un estado en el que cabeza y corazón van de la mano – el estadio inicial, pura química, es la atracción – y que el amor no es un asunto de sentimientos – emociones finitas, volubles y cambiantes no pueden ser la base de un proyecto que tiene la aspiración de trascendencia y eternidad – son rechazados por una amplia mayoría de la población, inmersa en el discurso la cultura líquida, donde el amor ha sido rebajado a la categoría de bien de consumo objetivable.

El amor, y en línea con él, las relaciones, son procesos inmutables del ser humano a lo largo de la historia porque tienen un germen innato y subjetivo. Nuestros procesos y mecanismos internos no han cambiado; seguimos siendo los mismos, pero, de algún modo, los tiempos modernos han destruido la traducción de este idioma que podíamos aprender con una buena formación vital a lo largo de los años. Han convertido el lenguaje del corazón en una sarta de palabras y frases inconexas, ininteligibles a nuestra limitada comprensión emocional. Nos estamos desconociendo y hemos desaprendido.

Así, nos encontramos casos de personas con ideas sobre amor y relaciones muy claras, fruto de esa naturaleza innata inmutable. Tienen claro lo que quieren, conocen la solución al problema, que diríamos en aquel examen de mecánica de fluidos, pero desconocen las fórmulas y modelos para llegar a ésta. No logran articular un proceso por el cual resolver el descuadre emocional que habita dentro de ellos, y esto les sume en una desesperación absoluta. Ante esta desafección, e ignorando lo que se está desencadenando en su interior, optan por la solución que parece más racional – aparentemente – y lógica: si veo las ramas del árbol en mal estado, debo podarlas. Al final, damnificamos a las personas que nos acompañan en el viaje. Y no vemos que el problema no está en dichas ramas sino en el tronco, podrido por dentro. Nosotros, desconocidos y desnortados.

Debemos aspirar a que el mundo moderno no acabe con nuestras almas. Si se corrompen, manoseadas por esta sucia cotidianidad, seremos incapaces de reconocer a nuestros compañeros en este viaje que es la vida. La razón es muy sencilla: ya no seremos nosotros mismos, y así será difícil encontrar otra alma con la que encajar, si la nuestra es amorfa, voluble y sometida a las dictaduras del mundo actual. Creo, de algún estúpido y romántico modo, que las almas compatibles están destinadas a encontrarse y comprenderse, y que somos nosotros los que echamos a perder la oportunidad, convirtiéndolas en lo que no son y haciéndolas incompatibles.

Por eso debemos revertir el camino tomado hasta ahora. ¿A qué te has dedicado durante los últimos años? Por muy claros y loables que sean tus objetivos, si no has trabajado en aprender las fórmulas y procesos que te lleven a ellos, será imposible alcanzarlos. El alma humana no es una máquina, no juega a imposibles. Si queremos encontrar lo absoluto, es tiempo de desintoxicarse de lo mundano – cambiante y finito – y empaparse de lo divino – trascendente y eterno.

Conocernos a nosotros mismos nos ayudará a romper el influjo implacable del mundo moderno actual, que nos desorienta y confunde. Es más, también nos ayudará a comprender a los demás y entender – lo que quizá nos libre de algún demonio interior – que si padecemos en estas relaciones las consecuencias de los actos de otra persona, posiblemente se deba a que ésta no es capaz ni de entenderse a sí misma. Bastante castigo supone ya tener un grave problema y ni siquiera percatarse de ello. Frustración por partida doble.

Echo la vista atrás y pienso en aquellos que ya no están en mi vida. Personas que, en su mayoría, desaparecieron porque lo mejor era que cada uno siguiera por su lado. Sin embargo, hay una pequeña parte de ellas que ya no están, no por el flujo natural de las relaciones, sino porque un impostor las expulsó de mi corazón en mi nombre. Conforme pasan los años y recupero a mi verdadero yo, quizá sea tarde para recuperar a esas personas, pero mantengo una firme determinación: la próxima persona que habite en mi verdadero ser, jamás se irá de él.

Urge comenzar a vivir de acuerdo a nuestra dimensión más humana.

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