Huir

Hacía varios años que conocía a Marina. Por casualidad; en esos grupos que se forman durante la etapa universitaria, donde no había lugar para demasiadas confidencias esenciales porque derrochábamos todo nuestro tiempo discutiendo sobre lo accesorio que nos acompañaba esos años: la mejor marca de cerveza, el peor profesor, el que tenía suerte y no talento jugando al mus. Una especie de pacto tácito, cubatas mediante, para exprimir aquellos tiempos felices y veloces, dejando de lado intimidades.

El grupo, al compás de la vida, fue menguando. Martín hizo las Américas, impelido por su madre, para encontrar a su pasado en el Río de la Plata; Diego y Elena se casaron, y pronto lo accesorio de nuestras compañías fue sustituido por las reuniones de padres primerizos – donde las discusiones, accesorias a su momento vital, si se quiere ver así, ya vislumbraban el trasfondo esencial y absoluto que otorgan los hijos a la vida; a otros, se les perdió el rastro. Al final, el discurrir social de la existencia es una sucesión de tribus, como el macho joven expulsado de la manada por el alfa en búsqueda de otro grupo que liderar; como el alfa expulsado por el joven y que sin otro remedio se lanza a buscar un último remanso de paz. Cada vez quedábamos menos, y a fuerza de pura frecuencia, años y estadística, las conversaciones ganaron esa fuerza que da la intimidad de los pocos para romper las barreras del pacto acordado los años previos. Lo accesorio se desprendía y comenzaba lo esencial a salir a flote.

Hasta entonces, poco conocíamos el uno del otro. Era proverbial mi afición a los deportes de todo tipo, simuladores, excursiones y salidas nocturnas; esos cuatro pilares hacían de mi vida un continuo de estímulos y emociones que me evitaba caer en la angustia del aburrimiento y la quietud – bien conocida también por todos. Por su parte, Marina era una chica discreta, algo apocada, de ojos grandes y curiosos frente a su rostro pequeño y delicado. Sólo conocíamos dos cosas de ella: un par de relaciones estables y duraderas, y su afición por el arte. Supimos de lo primero mucho después de lo segundo, cuando le preguntamos por su pareja mientras contaba su última persecución a una colección itinerante, y dejó caer sin mayor importancia que su primera relación había terminado y llevaba saliendo más de un año con otra persona.

Puesto que el grupo se reducía y los años pasaban, los encuentros empezaron a cambiar de escenarios. Normalmente, las reuniones desembocaban en los claroscuros de las discotecas capitalinas y por todos eran conocidos mis intentos de conquista de alguna mujer, a los que me agarraba para no perder el impulso de una estimulación sensorial ya continua. Los flirteos y besos poco genuinos servían más para diversión del grupo que para felicidad mía. Todo aquello iba quedando atrás, mientras lo que me iba alcanzando era la tan temida angustia que ya intuía, y cuya única respuesta hasta el momento a la batalla que se me presentaba había sido la huida hacia delante. Algo se revolvía en la incomodidad de alguien que no había hecho frente a sus demonios en el momento oportuno, y ahora éstos se habían convertido en bestias inexpugnables – incluso la frontera entre ellos y uno mismo era difícil de distinguir.

Marina, adelantada a su edad y mucho más inteligente que todo lo que me rodeaba, me lo hizo saber el día que la acompañé al Prado. Últimamente, el grupo había terminado de romperse y eran frecuentes los fines de semana en los que ya no sabíamos los unos de los otros. Yo había intentado, sin éxito y quizá con desesperación patente, reunirlos a todos mediante cualquier artimaña imaginable: excursiones al aire libre, para toda la familia y libres de la contaminación de la ciudad; un vermut el domingo a mediodía, en esas horas muertas antes o después de misa o de cama, según el caso; incluso un mísero café, obviando la comida previa.

Pienso que ella entendió lo que había detrás de estas veladas súplicas y me propuso acompañarla al museo. Me informé y no había colecciones nuevas, y estaba seguro de que conocía de memoria todos y cada uno de los cuadros presentes. Pero tal era la situación, que accedí.

No entendía de arte y mi respuesta ante aquellos cuadros era la del juez que estudia un caso y aplica la ley, inequívoca. No podía sino valorar positivamente el hecho de combinar trazos, colores, pinceladas y formas de manera tan acertada en unos pocos metros cuadrados, de la misma manera que me admiraba ante un rascacielos, un puente colgante o un coche deportivo. Al rato ya deambulaba por las salas mirando al techo, cansado de encontrar una utilidad práctica al asunto.

Marina, en cambio, se detenía largo y tendido en cada cuadro. Pasaba varios minutos delante, en silencio. Era inteligente y observadora, era evidente que ya conocía todos los detalles del mismo. Así que pregunté qué le llevaba tanto tiempo.

“Me gusta pensar cómo se sentían cuando pintaban. Y, sobre todo, por qué. La habilidad para crear esto me maravilla; es tan perfecto que no parece creado por una mente humana, sino que ya estaba concebido por alguien superior y que éste ha dado al pintor la capacidad de rasgar el lienzo blanco para conseguir que la obra aflore a la superficie. En realidad, esta creación consiste en destruir todo lo accesorio y fútil a su alrededor para llegar a ella.

Ocurre igual con las personas. Lo importante es el cómo, el porqué. No es el hecho en sí, no importa. Es objetivable, ¿y qué? ¿Qué importancia tiene eso si lo que subyace tras él es el puro caos, desorden, maquinaria humana defectuosa que hace dudar de todo e impregna su alrededor de subjetividad? ¿Cómo haces aquello que haces? ¿Y por qué? Eres un deportista brillante, un gran profesional en lo tuyo, pero, ¿qué hay detrás de eso? ¿Qué hay detrás de tu creación? ¿Estás eliminando lo accesorio para llegar a ella?”

Quizá fuera la intensidad de su interpelación, que destilaba angustia y compasión por un ser a punto de echarse a perder definitivamente, o simplemente la sorpresa de que alguien como Marina se dirigiera a mí en esos términos. Quizás ambas. Lógicamente, los años habían pasado y lo apocado de la juventud moría, dejando paso a una mujer segura de sí misma. En todo caso, aquello me revolvió por completo.

Las semanas siguientes, las fuerzas me abandonaron. Estaban determinadas a escarbar en el pasado y escudriñar cada hecho, cada acción y reacción, cada gesto y movimiento para deshacerme de la incómoda sensación que me invadía, que no era otra que la de haber perdido el tiempo hasta ese momento. Miríadas de hilos de pensamientos se aglutinaban en la corteza cerebral y me sumían en un bloqueo irresoluble. No había nada detrás de mis acciones, no había ni rastro de la creación por la que Marina preguntaba. Estaba avergonzando, incluso indignado, por intuir, ni siquiera sentir, que era refractario ante cualquier tipo de estímulo que atacara al corazón y no a la cabeza. Detrás de cada arrebato primario, esos que remueven e inquieren sobre los motivos por los que actuamos, sobre esa creación, tan sólo le seguía un análisis de hipótesis y consecuencias puramente lógicas y pragmáticas. No me dejaba arrancar de ese letargo científico por ninguna emoción.

Creo que ella se percató de esto gracias a su fina ingeniería emocional. Quedábamos con regularidad para tomar café a primera hora de la tarde y asistir a pequeñas exposiciones que hacían parada en la ciudad. Yo me esforzaba en ver más allá de las creaciones artísticas, encontrar lo humano de la obra y no lo puramente funcional; pensaba que resultaría de utilidad para aplicarlo posteriormente a mi caso. Marina estaba de pie a mi lado, paciente, mirando con una aparentemente improbable combinación de tranquilidad, angustia y esperanza al paciente que intenta levantarse de la cama por primera vez tras un grave accidente. Cuando me desesperaba y hacía algún gesto brusco, ofuscado por lo refractario de mi ser hacia la belleza y lo humano, ella aferraba mi brazo con ambas manos y pegaba con fuerza su rostro a él. No le pregunté si seguía con su pareja; ella tampoco mostró interés en hacérmelo saber. Poco importaba.

Mi rendimiento había caído en picado y había dejado mi trabajo antes de ser despedido. Antes era un ignorante, pero en aquel momento conocía, para bien o para mal, que todas las personas tenemos una creación por descubrir a lo largo de nuestra vida, y para ello debemos tener claro el cómo y el porqué de nuestros actos. Ahora que había construido castillos en el aire, y no había ninguna cimentación de mi existencia, se me hacía imposible continuar con el discurrir habitual de la vida.

Los meses pasaron y gracias al colchón económico que me había dispuesto – alguna ventaja debía tener ser un autómata del sistema – pude seguir disfrutando de la compañía de Marina y agonizando en mis ejercicios de humanización en los que ella ejercía de maestra de ceremonias. No conseguía gran cosa. Hay circunstancias que, prolongadas a lo largo de los años, no crean bestias inexpugnables, sino que nos convierten en ellas. Y hay una diferencia muy importante entre combatir al ser y renunciar a él. Me sentía roto y sin retorno.

A pesar de todo, tenía una leve intuición, no sentimiento, de que su presencia y nuestra compañía mutua podía ser beneficiosa para ambos. Ser útil. Dudaba que estas intuiciones pudieran ser el germen de algo real y duradero. Ella insistía en que había agotado al corazón con tantos excesos nocturnos; que podía darme por satisfecho si llegaba a tener un leve atisbo de sentimiento o emoción, y que abandonara toda idea de un corazón atravesado cuando éste se hallaba manoseado y pervertido, convertido en pura roca. El desacompasar esos desmanes nocturnos, aparentemente inofensivos, de los tiempos del corazón, lo había endurecido sutil e imperceptiblemente.

A finales de verano, la situación se había vuelto insostenible. No había ningún avance y el colchón económico había desaparecido. Tuve que realizar entrevistas para volver al mundo laboral. Tras una breve búsqueda, me ofrecieron un buen puesto en una multinacional. Estaba muy bien remunerado, pero implicaba mudarme al extranjero. Ante la pasividad e inmovilidad de mi existencia en aquella época, me resigné ante lo inevitable y acepté el puesto.

Marina me acompañó al aeropuerto. Apenas habló durante el trayecto. No era alguien que se caracterizara por ello, pero noté que era el final de nuestra historia por su manera de mirarme. Por su manera de no hacerlo, más bien. A ella no le hacía falta hablar porque transmitía toda su compañía a través de sus grandes ojos, que habían permanecido grandes, verdes, expresivos, impasibles al paso de los años. Aquella vez no se levantaron del suelo y tuve la impresión de que no se veía capaz de enfrentarse a los míos ni por una última vez. Cuando llegamos a la puerta de embarque y me quedé frente a ella, llegó el fatídico momento. Y ahí estaba Marina, con su improbable mezcla de tranquilidad, angustia y esperanza, mirándome fijamente, deseosa en sus ojos de comprobar si podía renunciar a aquel ejercicio de ceguera y ver, realmente ver, con el cómo y el porqué, lo que tenía delante. Pero sólo fui capaz de agradecerle su ayuda en los últimos meses, besar suavemente por última vez sus mejillas y subir al avión.

Han pasado los años y la vida me ha tratado con respeto. Los honorarios de la empresa son generosos; siempre me recuerdan a Marina y especialmente a su ausencia o, mejor dicho, a mi huida. Martín me contactó por teléfono hace unos días. Había vuelto a España y tomado un café con ella para ponerse al día. Se había casado y tenía un hijo, encinta del segundo, que llegaría en pocos meses. Por mi parte, le dije que tenía la vida resuelta, afortunadamente, y que la calidad de vida donde me encontraba era excelsa. Omití cualquier detalle de la historia con Marina.

Tenía la vida resuelta, sí. Pero estaba sólo. Sin retos que afrontar al decidir compartir tu vida con alguien. Sin cómo y sin porqué. Resolví no volver a huir jamás de la vida tras aquella ocasión, pero la suya significó una travesía por el desierto en la que la comodidad e infelicidad se entrelazaban y confundían constantemente. La ausencia de perturbaciones del ánimo es un opio para el alma.

Aún hoy, los únicos cómo y porqué que ocupan mi mente son los de nuestra historia. Y ésta ha dejado una sola certeza: cuando huimos, no queda otro equipaje que la ausencia de la compañía de los que una vez amamos.

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