Tías buenas y hombres echados a perder

Fue Sofía quien me lo regaló. Le bastó una sola palabra porque es tan delicada que nunca olvida nada que haya salido de mis labios. Mi tía buena me había regalado un libro para que me deleitara en otras tantas. “Tía buena” era un título que me parecía intrigante, y la coletilla “investigación filosófica”, una fanfarronada que merecía la pena comprobar. ¿Por qué me resultaba intrigante? No lo sé. Hay libros que parecen innecesarios porque tratan verdades y mecanismos sociales tan aceptados que no necesitan explicación. Sin embargo, hay veces que desentrañan esos automatismos y consiguen que dejemos de ser meros espectadores para tomar conciencia de nuestra inercia. Es ahí cuando, paradójicamente, la obviedad se vuelve interesante.

Las tías buenas son una de esas obviedades. Nadie necesita un libro para descubrirlas. Por eso, tras las primeras páginas, pensé que no tenía en mis manos otra cosa que los delirios de un viejo verde: apenas había filosofía y sí mucho encuentro carnívoro furtivo. Pero si uno continúa leyendo, cae en la cuenta de que el autor – Alberto Olmos – construye con toda lógica este – sí, lo prometo – ensayo. Para bucear en los orígenes filológicos del sintagma tía buena y relatar cómo hemos llegado a esta dictadura inmisericorde de la belleza, convertida en el gran negocio de la sociedad capitalista, ¿qué mejor que preguntar a las propias mujeres cómo es eso de ser una tía buena?

Lo de la dictadura no es ninguna metáfora. Desde que existen la fotografía y el cine, internet y las redes sociales, la belleza arrasa con todo. Antes, ser guapo ayudaba. Ahora salva vidas. Todo rebosa de hembras perfectas e idénticas de tabiques nasales afilados, pómulos salientes de roca pulida, labios de cama Restform y miradas de súcubo. Ellas, antes víctimas de la explotación de su cuerpo, han pasado a empoderarse a base de auto explotar y sobreexplotar su físico. Las primeras sex symbol cobraban cuatro perras por enseñar la rodilla y el sujetador. Hoy, cualquier mujer se hace de oro en las redes enseñando las tetas. La explotación es empoderamiento y viceversa: esto podría llamarse la paradoja Irene Montero, que dice a las mujeres que son libres y al mismo tiempo lo que tienen que hacer para serlo.

Claro que en toda batalla hay vencedores y vencidos. Para ellas, la belleza es promesa de éxito: han pasado de víctimas a verdugos. ¿Y quiénes son las nuevas víctimas? Los hombres sin voluntad, abrumados por esas miradas de súcubo y el bombardeo erótico-sexual. Dice el ensayo que hasta un niño de 12 años ha visto más mujeres desnudas que el rey más poderoso de la antigüedad. No le falta razón. Hay estímulos por todas partes: la avalancha de pornografía, el erotismo en las redes y la publicidad, una moda callejera que deja cada vez más carne al descubierto… Esto no exculpa la debilidad masculina ante la tía buena. Los hombres morimos y matamos por la belleza: creemos que una cara bonita, un culo de gimnasio respingón y unas tetas de plástico albergan todas las respuestas. Un espejismo que devora el alma. No nos vendrían nada mal un par de collejas, pero es justo decir que lo arriba descrito es una losa con la que no contaban generaciones pasadas.

Al final, la víctima común a ambas partes es el amor. La belleza está acabando con el amor. Hace no tanto, Carmen y Marisa eran las guapas del pueblo y, si uno no movía ficha, siempre cabía la esperanza de intentarlo en las fiestas del año siguiente. Ni unos ni otros se dispersaban en la multitud de Twitter e Instagram. En el pueblo había un cinco para cinco y para de contar. Ahora, Carmen y Marisa compiten con Kimberly y Camille por likes y fueguitos de Nueva Zelanda, Camboya, Chipre y Argentina. Lo del cortejo y flirteo ha pasado de ritual a hamburguesa Big Mac. Ellas se olvidan de buscar el amor y caen en la dopamina del like. Esto provoca una “inflación sexual” por la cual su autoestima se hincha por encima de lo razonable atendiendo únicamente a su cuerpo. Su personalidad muta de chica de pueblo a ángel de Victoria’s Secret. Ellos, intimidados ante el ego femenino, se ahogan en el universo de likes e interacciones en redes sin comprometerse con ninguna. Y muchos, si lo hacen, siguen mirando de reojo a todas esas opciones aún disponibles, llegando a creer que otra mujer sería mejor que la suya y sin pensar que, probablemente, Dios no puso en su camino a la mujer que él quería – o creía que quería –, pero sí a la que necesitaba. Unos por otros, el poder de la belleza destruye el amor.

Decía Stendhal que “la belleza no es nunca otra cosa que una promesa de felicidad». Hoy es promesa de perdición.

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